Más allá de lo que conocemos como Colombia, de las personas, paisajes, costumbres y necesidades que identificamos como colombianos, hay un pequeño universo –a la vez inmenso– que también hace parte del país y del que oímos hablar, pero que se nos queda en noticia, nos suena a extranjero, no nos duele lo suficiente, solo hasta que lo tenemos al frente.
Allá, en el norte del país, después de llegar a esa Riohacha de ambiente vallenatero y mochilas Wayúu que colorean el malecón, empezó la aventura en camionetas que probablemente llegaron de Venezuela a precios irrisorios, para adentrarnos en una Colombia extrema que pocos se imaginan.
Hicimos una parada en Manaure para ver por primera vez un mar rosado: las piscinas de agua salada en proceso de evaporación para extraer la sal. Allí, embobados con el espectáculo de la naturaleza, se nos acercaron tres niños. Una de ellas era Julieth, una chiquita sin camisa de unos cuatro años que miró la silla del carro, agarró sin preguntar una botella de plástico con dos tragos de agua que quedaban y se la metió a la boca como si fuera a salvarle la vida.
– Está seca –nos dijo Álex, nuestro guía.
Después, mientras tomábamos fotos, volvieron los niños a pedirnos alguna moneda. Los otros dos le insistían a mi acompañante, pero Julieth, en silencio, se me acercó y me abrazó fuerte por la cintura. Me asusté y sentí una necesidad de protegerla que no puedo explicar. La abracé y empecé a acariciarle el pelo, entonces ella apretó con más fuerza y recostó la cabecita en mi estómago. Para ella eran tal vez unos minutos de tranquilidad, de olvidarlo todo. Para mí, un instante como un golpe que nunca borraré.
Seguimos hacia el norte, pasando por Uribia y por el hermoso Cabo de la Vela, en donde contrasta un mar color esmeralda con la arena dorada y rojiza del desierto, y continuamos el camino hacia la nada.
A través de jagüeyes y bosques de cactus fue cambiando el paisaje, desde planicies infinitas en arena que terminaban en el mar, hasta cementerios indígenas y caminos rocosos con miles de cactus alrededor y huellas de llantas que se perdían entre las decenas de posibilidades de direcciones en medio de un desierto seco y caliente, con apariencia de abandono pero asombrosamente poblado. Disperso pero poblado.
Entre esos kilómetros y kilómetros de desierto, en donde solo veíamos cactus, y a veces chivos o burros o perros o caballos en los huesos dolorosamente solos, y un carro cada mucho rato, Álex nos enseñó a identificar rápidamente las áreas pobladas: donde viéramos montones de bolsas de plástico y basura mirábamos al frente y ahí estaban la o las chocitas, hechas con madera de cactus. Pero también, muchas veces, sin ver un solo intento de casa, nos deteníamos frente a cuerdas atravesadas en la carretera –que son solo huellas de carro en la tierra– con niños pidiendo comida, agua o dinero, para despejar el camino.
– ¿De dónde salen estos niños, en medio de la nada? –le preguntamos a Álex.
– El corazón indígena de Colombia está todo poblado. Por todas partes hay gente hacia dentro y los niños ya saben oír desde lejos cuando viene un carro, entonces corren al camino a esperarlo –nos dijo.
Le preguntamos de qué vivían todas esas personas en esa inmensidad aparentemente vacía que nos abrumaba, tan aislados los unos de los otros, y nos dijo que todos aquellos que no vivían a la orilla del mar o del contrabando, se sostenían gracias al chivo, debido a que se reproducía fácil y rápido: cada tres meses.
– Pero eso les da solo para la comida, no existe ningún lujo, es sencillamente poder comer. A las mujeres las ayudan un poco las artesanías. Pero son todos muy muy pobres –nos explicó.
Todos son todos. En un momento el carro hizo un giro brusco para esquivar algo y cuando miramos era simplemente un charco. Álex no quiso pisarlo.
– Es que ahí toman agua los chivos.
Había que cuidar ese charco.
Y así seguimos, durante más de ocho horas de brincos en el carro, sin entender cómo funcionaba la ubicación para llegar a algún lado en esa Colombia que hasta ese momento no sabíamos realmente que existía.
Nuestro destino era la comunidad Wayúu Oulechit, en el corregimiento de Siapana, municipio de Uribia, en la altísima Guajira, la puntica de Colombia. Ciento diez familias, setecientas setenta personas, que recibieron una ayuda de la empresa de ropa de playa OndadeMar aliada con la Cruz Roja Colombiana para tener agua potable, y de las cuales muchas habían caminado varias horas ese día para esperarnos, contarnos lo felices que estaban y agradecernos.
Llegamos con bolsas de chupetas para los niños –que jamás tienen acceso a un dulce si no es así– y nos encontramos con decenas de manitos estiradas, inclusive las de señoras y hasta viejitos que las esperaban con las mismas ansias de los niños.
Oyéndolos hablar tímidamente en Wayunaiki, la lengua Wayúu, miré con detenimiento la casita de la líder de la comunidad: palos de madera que separaban dos espacios, con techos de más palos de madera y un par de hamacas (‘chinchorros’) colgadas. Ahí, en medio del desierto y entre esas baritas que forman su hogar, duermen estas personas y se levantan cada día a buscar la forma de conseguir agua y alimentos para seguir viviendo, sin la más remota idea de las moles de cemento y las necesidades que nos hemos inventado en otros lugares.
Y entonces vimos cómo les cambió la vida. Antes tomaban agua de los mismos bebederos de los animales, lo que obviamente les causaba muchos problemas de salud. OndadeMar, que se ha inspirado en las artesanías Wayúu para varios de sus productos y utilizado los paisajes guajiros para sus fotos, quiso agradecerles, entonces adecuó un pozo para aprovechar un ojo de agua que había en la zona; puso un panel solar para hacer funcionar una motobomba de forma permanente y sostenible; instaló canillas para que la gente pudiera sacar fácilmente el agua del pozo; le regaló dos pimpinas (botellones), un tanque de almacenamiento y un sistema de filtro a cada familia para transportar el agua del pozo a su casa, guardarla y convertirla en agua potable, sin tener que desplazarse tan frecuentemente a recogerla; hizo bebederos aparte para los animales; construyó espacios para que pudieran bañarse de forma privada; y les dio capacitaciones sobre buenas prácticas en el manejo del agua para que hubiera un aprendizaje que los ayudara a ellos mismos a ayudarse.
Ahora, con sus pimpinas cargadas en los burritos, estas personas llevan agua limpia a sus casas, ¡toman agua limpia por primera vez! Con el grado de lujo que eso significa para ellos, en un país rico en agua.
Y falta mucho: falta que se les enseñe a sembrar para aprovechar todas esas tierras y utilizar esos ojos de agua para producir su propia comida y alimentarse mejor; falta ver si esa enorme cantidad de cactus se puede utilizar de alguna manera; falta que se les enseñe a no tirar la basura al piso y se les ayude a crear alguna forma de botarla sin perjudicar su propio ambiente y al planeta.
Pero al menos, esa comunidad Oulechit, setecientas setenta personas que no tenían agua potable ya la tienen gracias a un equipo que se preocupó por hacer algo por un rincón invisible del que jamás hubiéramos conocido el nombre y que no hubiera sido parte de ninguna historia.
No hay que ser enorme para ayudar. Cada uno tiene alguien a quien agradecerle algo. Esas imágenes de mujeres y niñas vestidas con trapos de colores que las protegen del sol, cargando recipientes pesados llenos de agua durante kilómetros no son solo postales de África o Asia. Yo las vi en medio de la belleza, el abandono y la soledad de La Guajira, Colombia.
http://www.catalinafrancor.com/
cuantas cosas mas se podrían hacer si el tiempo que nos quedara libre o pudiéramos utilizar en capacitación y asistencia social nuestro país seria otro por eso trabajemos sobre jornadas laborales de 36 horas, capacitación y ayuda social en el tiempo que liberamos y que buena labor esperemos poder hacer mas y sobre todo aprovechando los recursos para hacerlos autosotenibles
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Muy bonita historia, te felicito.
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