El encierro obliga a la mente –y al alma– a viajar por sus propios medios. Los libros y los recuerdos son dos de sus herramientas invaluables cuando la naturaleza y el universo pueden recorrerse solo desde la ventana.
En estos días de confinamiento me he descubierto en recorridos mentales saltando entre imágenes de viajes anteriores, que me han hecho sonreír –y reír– nuevamente, recordando con esperanza que el mundo sigue ahí, que hoy se siente más lejos, se percibe borroso, inalcanzable, pero que en cada lugar permanecen los sitios –y los universos que ellos encierran– que me han llenado de vida y me han hecho soñar.
Y, así mismo, he recordado que allí siguen las personas que los habitan y que, en muchos casos, han sido determinantes para las experiencias que le dieron forma a como viví, entendí y recuerdo hoy cada lugar. Pienso, por ejemplo, en Eliézer, un judío enorme, de unos setenta y cinco años, pelo blanco, cara rojiza y barriga grande como él, que me llevó a vivir unos de los días más maravillosos e inolvidables de mi vida recorriendo los Altos del Golán en Israel.
Eliézer y yo empezamos con el pie izquierdo, pues hubo una confusión con el recorrido que haríamos y él se mostraba duro como una piedra, su humor ácido, su flexibilidad inexistente. Para mí cada minuto en esa región era oro, así que al principio sentí un gran desasosiego pensando que me iría sin ver lo que había soñado ver. Pero, poco a poco, Eliézer me fue mostrando por qué la vida me lo había puesto en el camino, por qué aquel error en el plan inicial había sido mi fortuna para adentrarme en el Golán de su mano y sus experiencias. El humor ácido siguió, pero ese corazón endurecido por las guerras y las necesidades se fue abriendo poco a poco, intentando recuperar mi ilusión en el viaje, alegrándose con disimulo cuando yo tímida y lentamente fui venciendo mi frustración y le empecé a preguntar.
Entre conversaciones cada vez más profundas y cercanas, entre desierto, kibutz, cultivos, memoriales de guerra, trincheras, fronteras invisibles, muros y carreteras imposibles, Eliézer y yo nos hicimos buenos amigos e intercambiamos sonrisas sinceras. Ese hombre que al principio me produjo impotencia y que me asombró poco a poco con su conocimiento, después me hizo sentir el corazón mientras explicaba sin ahorrar detalles cada lugar parado bajo un sol y en un calor en el que yo me tambaleaba para sostenerme en pie un minuto más (después supe que él además tenía una cirugía de columna que le causaba mucho dolor); cuando me contó que hacía muchos años había pasado un par de días detenido por haber cogido aguacates del suelo bajo un árbol ajeno para tener algo de comer (y cómo con su conocimiento de las leyes logró salir); cuando, en ese mismo calor demencial, caminó hasta el carro para recoger un libro del soldado israelí Avigdor Kahalani y leerme un fragmento bajo un árbol, con las fuerzas suficientes para transmitirme el drama del momento (no olvidaré los movimientos de su mano junto al corazón mientras leía “my heart was beating”); y cuando, tras separarnos un rato en un pueblo, volvió diciendo, con la misma dureza mientras yo contenía las lágrimas, que lo habían estafado donde había comprado el almuerzo.
Aprendí lo que no puedo explicar con Eliézer y llevaré los Altos del Golán por dentro mientras tenga memoria. Y a él lo llevaré en el corazón. Desde ese viaje, de vez en cuando, nos damos un saludo por WhatsApp. Yo lo recuerdo con frecuencia: pienso en cómo llevará su espalda en esas intensas horas de trabajo y mientras maneja o está de pie bajo el sol. Pienso en su edad, en su soledad, en lo que pasará por su mente con los recuerdos de la guerra mezclados con la necesidad y los dolores del presente. Pero desde hace unas semanas, desde el confinamiento y la respectiva desaparición del turismo, no sale de mi mente: pienso en los aguacates que tuvo que recoger del suelo hace muchos años, cuando no tenía qué comer. Pienso en que, a pesar del dolor en la espalda, él quisiera estar todas esas horas parado bajo el sol para tener de qué vivir, aunque fuera más humano que no estuviera trabajando así a su edad. Pienso en lo lejos que está, en la impotencia de todo.
Y entonces, por esas cosas de la vida, recibo un saludo suyo por WhatsApp para saber cómo estoy. Le pregunto por él y me dice que no hay turismo desde el dos de marzo y que está manejando un taxi en Tel-Aviv, aunque por el confinamiento “not much money”, hay poco dinero. Es lo máximo que me admitirá desde ese muro que ha construido alrededor de sus sentimientos. Pero para mí es suficiente para sufrir por él, para imaginarme su cotidianidad.
Entonces recuerdo que es Eliézer, ese hombre de hierro con esa voluntad que ya se quisieran los demás. Así que decido simplemente conversar con él un rato (me cuenta incluso que es un día triste en Israel, pues se conmemora la muerte de seis millones de judíos en el Holocausto), rememorar nuestros recorridos, agradecerle una vez más, decirle que todo estará bien y que me gusta mucho hablar con él, para que sepa que, de alguna manera y a través de los infinitos mundos que nos separan, aquí estoy.
Y entonces pienso en Ervin, el chico bosnio de veintitantos años que me llevó a recorrer las montañas que rodean Sarajevo y me contó detalles escalofriantes sobre el asedio de la ciudad y sobre esa guerra que él vivió cuando era niño. Pienso en las dieciséis horas diarias que trabajaba –no olvido las gotas de sudor rodándole por la cara permanentemente– cargando unas bolsas pesadísimas para tener herramientas que hicieran la experiencia inolvidable y que así de pronto más personas se atrevieran a ir a esa Bosnia que todavía suena a guerra, a miedo y a retraso, pero en donde precisamente quienes la reconstruyen buscan de qué vivir.
Dónde estará Ervin a esta hora, sin viajeros a los que contarles sobre el horror en esa maravillosa ciudad… Cómo se sentirá verdaderamente Eliézer… Qué pasará por la mente y el corazón de aquellos que no tienen cómo quejarse de aburrimiento desde el encierro.
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