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Leyendo Hubo una vez una guerra, libro en el que John Steinbeck reúne sus reportajes sobre la Segunda Guerra Mundial, me encontré, en uno de ellos, con una historia linda que me sacó una sonrisa: cuenta Steinbeck que los ingleses detestaban comer chicle y que sus hijos, por el contario, se sentían profundamente atraídos por esta costumbre tan americana. Para los niños el chicle era algo duradero que podían reciclar para seguir utilizando unos días después, a diferencia de, por ejemplo, la mermelada, que se acababa en instantes. Entonces, cuando los niños veían a los soldados norteamericanos caminando por las calles británicas, lo que hacían era pedirles chicle, volviéndose, incluso, como lo describe Steinbeck, ‘mendigos profesionales de chicle’.

Pero lo que más me llamó la atención fue esta conversación entre un niño inglés y un soldado norteamericano que les acababa de decir que no tenía chicles a un grupo de chicos y que, a cambio, para contentarlos un poco y lograr que se fueran, les había dado algo menos apreciado por ellos: monedas.
 
– ¿Es tan bonita América como esto? -pregunta el muchacho.

– Aproximadamente lo mismo -dice el soldado-. Más grande, pero más o menos es lo mismo.

– ¿Es cierto que no tiene usted chicle?

– No, ni una pieza.

– ¿Hay mucho chicle en América?

– ¡Oh, sí, montones de chicles!

El niño suspira profundamente.

– Espero ir allí alguna vez -dice.
 
Es, sencillamente, hermoso. Así empiezan los sueños de un niño; así, con esa inocencia, y con todas las fuerzas, empieza a imaginarse lo que encontrará en ese lugar enaltecido y soñado el día que pueda estar allí; así empieza a perseguir un ideal aunque, tal vez, cuando lo consiga, no recuerde que fue sencillamente por el chicle que alguna vez decidió que tenía que llegar.

Así, con esos suspiros profundos que produce un sueño muy apasionado pero muy lejano.

www.catalinafrancor.com

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