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Siempre soñé con ir a Estambul. Recuerdo esos días de colegio en los que leía novelas que transcurrían en esa mágica y lejana ciudad que me sonaba a palacios y princesas, y que, entonces, era para mí un sitio impensable, totalmente salido de mi propia realidad, de mis territorios y de mis posibilidades. El hecho es que en esos años, e incluso hasta hace muy poco, jamás imaginé que llegaría a caminar por sus calles, a adentrarme en sus paisajes ni a conversar con su gente.

Y, hace poco, analizando mis mapas mentales y soñando con nuevos lugares para recorrer tomé la decisión. Estando en España, ¿por qué no aventurarme a conocer Turquía y a incluir a Estambul entre las ciudades de mi vida? Entonces organicé todo y, unas semanas más tarde, estaba montada en un avión, haciendo escala en Zúrich, camino a Estambul.

Antes de irme, yo muy feliz alardeaba de mi viaje, no me faltaron las advertencias como: «¿te vas a meter allá?», «¿no vas sola o sí?». Aunque nada hubiera logrado robarme la energía que desde Estambul me llamaba, se trataba de un paseo desconocido y misterioso en el que no tenía idea de con qué me iba a encontrar y al que veía como recubierto de una capa de hielo, es decir, no me atrevía a descifrarlo y creía que llegaría a una ciudad en la que no me relacionaría con nadie, al menos no más de lo necesario, a una ciudad lejana y difícil de penetrar.

Pero, al aterrizar, tomar el metro, después el tranvía y después empezar a caminar por callecitas de piedra arrastrando mi maleta en busca de mi hotel, me encontré con un espacio que, a pesar de su gran tamaño y número de habitantes, por momentos, se sentía más bien como un pueblecito en el que todos se conocían y cruzaban alguna palabra cada mañana. Y es que cuando, unos días después, salía a caminar las indescriptibles calles de Sultanahmet ya me saludaban con un «¡Colombia!» desde alguna ventana en la que empezaban a organizar los tapetes para la venta o me invitaban a entrar y a tomar té de manzana para explicarme bien cómo llegar a algún lugar.

Así mismo en el hotel, que era diminuto y sencillo y que yo había reservado con escepticismo, solo por su ubicación, su precio y porque decía que el desayuno era en una terraza en pleno Sultanahmet con vista al Mar del Mármara (en donde más tarde, ya metida en esa realidad que había planeado sin terminar de creérmelo, desayuné bajo un cielo de gaviotas entre minaretes de mezquitas de ensueño y frente a las aguas de ese mar que nunca imaginé tener frente a mí), me encontré con la que se convirtió en una especie de familia turca. Así podría llamarla. Así le prometí a la señora que me servía el desayuno todos los días, esa de carnes generosas que me miraba con unos enormes ojos verdes sobre una cara de color canela y con una sonrisa que le salía del alma, y esa que el último día, espontáneamente, rompió cualquier tipo de distancias envolviéndome con un abrazo fuerte y dejó salir un asomo de tristeza sincera. Le prometí, decía, que algún día volvería a esa encantadora ciudad y que llegaría a ese mismo hotel, que nos volveríamos a ver. Era una promesa de esas que le arrancan a uno algo por dentro por no tener la seguridad de que se podrán cumplir, pero por sentir con todas las fuerzas que realmente se quiere hacerlo. Ojalá vuelva yo a desayunar en mi pequeño hotelito turco mirando el Mármara, oyendo las gaviotas y recibiendo la sonrisa de esos mismos ojos verdes.

Y es que Estambul me enamoró perdidamente. Superó todas las expectativas de ese sueño que tenía yo. Desde el mágico llamado a rezar musulmán que me despertaba a las seis de la mañana y me guiaba como un reloj sonoro -y mucho más original y profundo- a través del transcurso del día, pasando por las torres de las mezquitas que se veían en las orillas del Bósforo y desde cualquier lugar en Estambul, por la carne para preparar kebabs que daba vueltas en las vitrinas, así como por las montañas de turrones, «Turkish delights» y Baklava que atraían como imanes a los turistas, y por las artesanías, las pipas y las lámparas multicolor que, colgadas por todas partes, bajaban en espirales dibujadas en el aire pintando las imágenes que quedarían para siempre como las huellas de Estambul, esta ciudad es absolutamente encantadora, mágica, única, envolvente.

Sobre un un fondo de música y lengua turcas que le recuerdan a uno el punto del planeta en el que se encuentra, se van descubriendo en las calles cientos de negocios organizados y coloridos, esos que forman unos paisajes imposibles de borrar una vez se recorren durante varios días seguidos. Son tatuajes en la mente y, sobre todo, en el corazón.

La orilla del Bósforo y los recorridos por sus aguas, así como por las del Cuerno de Oro; la vista desde sus antiguas torres, como la de Gálata; los tesoros de sus museos, como el de Arqueología, en donde está el sarcófago de Alejandro Magno; el Gran Bazar, en donde todo se puede encontrar y todo es negociable; el Palacio de Topkapi con sus joyas, sus tesoros y su harem, que capturan dentro de un cuento de hadas; las pinturas, los colores, los espacios y la sensación dentro de sus mezquitas, como la Santa Sofía, la Azul y la de Suleiman; las callecitas estrechas llenas de tapetes, cojines y mesitas y sillitas coloridas de tamaño reducido con señores de corbata sentados tomando el té; la magia de pararse en una orilla europea y ver una asiática al frente, y cruzar de la una a la otra, de un continente a otro, sin salir de una misma ciudad; lo surrealista de subir a lo alto de un cerro de Asia, en el que hay un castillo cerrado por investigaciones arqueológicas, y asomarse para mirar cómo termina el Estrecho del Bósforo en el Mar Negro; la comida, imposible no mencionarla; las callecitas de piedra llenas de gatos turcos; el hecho de saber que se está caminando por la tierra de Constantinopla, por Bizancio. Yo me sentía caminando -o volando- por las páginas de un cuento de hadas, por la historia, por mis sueños de niña, por mis sueños de adulta, por mis sueños de escritora. Comprobaba una vez más que la mayor riqueza, después de lo esencial en la vida como el amor y la salud, es viajar, recorrer el mundo, descubrir los pasos que dieron los nuestros siglos atrás, observar esas aguas y esas tierras en las que tantos otros lucharon y descubrieron hace tanto tiempo.

Pensé en no escribir nada para no simplificar ni ser injusta con la realidad que conocí -que escapa a cualquier intento de descripción o explicación- y, cuando caí en la tentación de escribir estas pocas e insuficientes palabras para decir lo mínimo, pensé en no acompañarlas de fotos porque, aunque para mí ellas son la evidencia física de que lo que vi fue verdad y la ayuda para que mi mente no olvide los detalles, así como el vehículo para viajar más fácilmente al pasado en busca de esos días soñados, para quien no vio lo que yo vi y hoy lee estas palabras, unas pocas fotos robadas a paisajes tan suntuosos y exagerados, casi imposibles de seleccionar entre miles, resultan totalmente pobres y faltas de realidad. Pero también caí en la tentación de compartirles algunos de esos colores de los que les hablo, aunque no representen ni la más mínima parte de los de la realidad. Eso sí, las fotografías de muchas de mis descripciones las dejé guardadas por considerar que eran mejores imaginadas o, algún día, conocidas.

Y es que hay tanto más por decir, tanto más que vieron mis ojos, que sintió mi corazón y que se me metió por dentro. No sé cómo expresarlo. De verdad. Me faltan las palabras, el orden, el espacio. Solo quería dejar salir un poco de eso que me explotaba internamente. El resto de la magia me la guardaré para mí, no quiero darle forma ni ordenarla ni explicarla. Son mis recuerdos y los tatuajes que me quedan a mí en el alma.

*Las fotos pueden verlas en mi blog OJOSDELALMA:

www.catalinafrancor.com

 

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