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El 8 de diciembre de 1982 fue un día histórico para Colombia. Gabriel García Márquez, impecablemente ataviado con un Liqui liqui blanco y firme como un general al final de un laberinto, pronunciaba frente a la Academia Sueca e ilustres invitados el célebre discurso “La soledad de América Latina” con ocasión de su reconocimiento como premio Nobel de Literatura.

En dicha pieza atemporal, nuestro Gabo hizo un recorrido por la cíclica historia de dominaciones y emancipaciones de la región, y plasmó de forma contundente la dureza con que la guerra fratricida se había insertado en nuestros actos, en tanto herederos de un pasado violento.

Pero al final de su intervención, el de Aracataca lanzó al aire un clamor con tintes de esperanza: a pesar de nuestro pasado, es posible pensar en que la utopía de la vida –un lugar donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad- puede concretarse en una segunda oportunidad sobre la tierra para los latinoamericanos, incluyéndonos a los colombianos.

Casi 35 años después, el 7 de octubre de 2016, el parlamento noruego anuncia que Juan Manuel Santos ha sido galardonado con el premio Nobel de Paz. Luego de 4 años de pacientes y persistentes negociaciones con el grupo guerrillero más antiguo y feroz del hemisferio occidental, se lograba firmar un acuerdo de paz definitivo y responsivo a la naturaleza del conflicto colombiano y los derechos de las víctimas.

Independientemente del evidente descalabro sufrido en la refrendación popular de lo negociado con las Farc, los esfuerzos adelantados por el presidente y su equipo de trabajo en La Habana encuentran merecido reconocimiento en este galardón. Nunca antes, en los 52 años de confrontaciones con el grupo guerrillero Farc, había sido posible alcanzar consenso en elementos fundamentales para la definición de un proyecto nacional pluralista e incluyente. Nunca antes, durante dicho período, había sido posible verificar un cese de hostilidades bilateral y fundado en la confianza de dos partes que se cansaron de matarse por tan poco.

Y todo esto vale como una segunda oportunidad sobre la tierra, como lo clamó García Márquez.

Y se trata de la generación de una oportunidad la que está premiándose con el Nobel, porque estamos muy lejos de que aquello que se acordó se convierta en una certeza. Durante los últimos días hemos verificado que Colombia es un país polarizado y que sus élites utilizaron de forma vil el proceso de paz para consolidar sus posiciones privilegiadas e intereses económicos. Sin embargo, también vimos millares de jóvenes en la calle clamando por la defensa de los acuerdos de paz, y sosteniendo que ellos quedarían en el recuerdo como quienes cobijaron esta oportunidad cuando estaba a punto de ser desahuciada.

Pero hay algo claro en todo esto: fueron Juan Manuel Santos y su equipo de trabajo quienes dieron pasos sólidos sobre una cuerda floja para que siquiera tuviéramos la posibilidad de llegar a este punto. E independientemente de nuestras simpatías respecto a su naturaleza y gestión en otras áreas de gobierno, en esto debemos estar agradecidos de la misma forma en la que la comunidad internacional hoy lo hace con el Nobel.

En particular, pienso en mis amigos Andrée Viana y Mario Puerta. Agudos miembros del equipo negociador que, detrás del escenario mediático, trabajaron de forma incansable para que los acuerdos tuvieran difusión entre la gente que requería conocer su contenido e incluyeran a muchos históricamente relegados. Sé que los resultados del domingo los afectaron bastante porque sus convicciones eran prístinas, pero de la misma forma entiendo que este reconocimiento es un bálsamo para sus angustias, y un llamado a seguir la lucha.

Y yo, luego de caminar por laberintos de desesperanza y pesimismo durante esta extraña semana post-plebiscito, también quiero seguir en la lucha por una paz estable y duradera en Colombia.

Twitter: @desmarcado1982

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