Con mucha expectativa y cierta exaltación empiezo a escribir esta, la primera entrada del blog Desmarcado. Lo hago desde un rinconcito cualquiera de Toronto (Canadá), ciudad de pocas miradas en la calle y gente andando muy deprisa, donde año tras año el crudo invierno encaja directamente con el entrañable verano. En este espacio tan particular vivo junto a mi compañera de vida el exilio voluntario de un doctorado, mientras alimento el anhelo de poder regresar a un país en paz y regido por la tolerancia y el respeto hacia la diferencia.
Este espacio de opinión – que espero poder alimentar de forma regular a pesar de los múltiples quehaceres académicos, la pereza tropical y los momentos para la familia y los amigos – se escribe desde una perspectiva muy específica: la de aquel que desde la distancia tiene a Colombia en la cabeza y el corazón, y por lo tanto necesita un espacio para expresar inquietudes, recuerdos y opiniones alrededor de lo que pasa – y no pasa – en el país. Ojalá que esta iniciativa – me lo digo a mi mismo sin ningún tipo de miramiento – no perezca en el intento, ni se pierda con el paso de los días y el agotamiento de la paciencia o las ideas. Ya veremos si logramos desmarcarnos.
Sobre la educación y los educadores en Colombia
Amartya Sen nos ha mostrado cómo la educación, al ser una herramienta eficaz para que las personas alcancen un nivel de autonomía que les permita tomar decisiones de vida soberanas, es uno de los principales determinantes del desarrollo humano. Sin embargo, en el país del sagrado corazón su reconocimiento como prioridad para el futuro del país parece haberse vuelto uno de aquellos eternos asuntos pendientes que cada cierto tiempo aparecen en el debate público, usualmente porque algo falla. A veces se discute la falta de cobertura e infraestructura educativa en las regiones, o en ocasiones se lamentan los resultados obtenidos por nuestros niños en pruebas que diagnostican baja calidad en el proceso de aprendizaje. Y como ha sucedido recientemente, hay controversia por la forma en la que se valora y reconoce la labor de los maestros, lo que ha llevado a la instauración de un nuevo paro de actividades por parte del magisterio.
Más allá de lo que se discute en la mesa de negociación alrededor de la conveniencia de un incremento salarial en medio de la crisis económica, o sobre la necesidad de aplicar evaluaciones periódicas a los maestros – temas importantes que requieren análisis serios por parte de quienes saben del tema –, quisiera enfocarme en un asunto que subyace los debates que allí se pretenden asumir. Me refiero a la forma en la que los educadores son percibidos por la sociedad colombiana; su marginal consideración por parte del estado, su victimización en el contexto del conflicto interno, y hasta el hecho de que su labor es vista por la gente como una actividad de segunda categoría en el contexto del éxito profesional y la notoriedad social.
No se puede desconocer que para 2015 el sector educación aparece en el presupuesto nacional como el principal destinatario de recursos públicos con 28.4 billones de pesos, y que en términos generales ha habido mejoras a nivel estructural, como por ejemplo en materia de alfabetización o de incremento en la cantidad de cupos ofrecidos para los niveles de educación básica y media. Sin embargo, también es cierto que aquellos que tienen la crucial labor de formar a los futuros ciudadanos – la gran responsabilidad de materializar un derecho que es consagrado como fundamental por la Constitución –, poseen una notoriedad secundaria en la sociedad colombiana y consecuentemente se enfrentan a un sinnúmero de obstáculos en el desarrollo de su vocación y proyecto de vida.
Hace poco uno de mis grandes maestros y titán del oficio de formar personas comentaba, a propósito del paro y de las precariedades de los educadores, que alguna vez un alumno le preguntó cómo era posible que él, siendo profesor, pudiera vivir en un barrio de clase media-alta de Bogotá. La pregunta del joven no sólo reflejó la forma en la cual se asume que quien se dedica a este oficio pertenece a un lugar marginal de la sociedad, sino que permitió que el dignísimo maestro revelara algo aún más diciente: efectivamente, él y su familia podían vivir en dicho barrio gracias a que en sus ratos libres – cuando no estaba enseñando, calificando exámenes o preparando lecciones – vendía empanadas, porque el sueldo básico no le alcanzaba. En esa misma línea, cuando en ocasiones he manifestado mi deseo de ser profesor en círculos aparentemente cultos y bien informados, he tenido que afrontar cuestionamientos como el siguiente:
-¿Y eso por qué quiere ser profesor, acaso es que no pudo conseguir nada mejor como abogado?
Desde que tengo uso de razón me he rodeado de maestros, por lo que para mí se trata de verdaderos héroes de la patria y no puedo entender cómo es que la gente piensa que educar es un oficio precario o menos digno que el de un banquero, un médico o un ingeniero. Mi abuela materna enseñó durante muchos años – hasta que su visión no se lo permitió más – lo que en su época se denominaba “artes manuales para señoritas”, transmitiendo sensibilidad y saberes de antaño que hoy en día reposan en hermosas reliquias familiares de muchas mujeres que pasaron por su aula. De otro lado, la mayoría de mis tías consagraron su vida a educar niños y jóvenes en áreas tan variadas como matemáticas, español, ciencias sociales o biología, volviéndose famosas tanto por su disciplina como por la calidad de su legado en numerosas instituciones tanto públicas como privadas. Y para colmo de males, ahora hay un buen combo de descendientes que decidimos tomar el testigo y asumir la academia como una opción de vida.
Pero el punto más cruento de esta historia se concreta en el hecho de que nuestro conflicto armado interno se haya encarnizado de forma particular con aquellos que enseñan. Numerosas noticias sobre maestros que a lo largo y ancho del país fueron amenazados, torturados, asesinados o desplazados forzosamente se volvieron tristemente cotidianas en el contexto de esta larga guerra fratricida. Si bien las expectativas de la paz son más ciertas que nunca, la deuda histórica que hay con el magisterio en tanto víctimas particularmente afectadas es innegable. La mayoría de las veces, la decisión de tomar la vocería para denunciar las injusticias producidas alrededor de las dinámicas de la guerra fue la causa de su desdicha, y eso es algo que debe hacer parte de la foto más amplia de su situación en Colombia.
Con toda seguridad en un lapso no muy largo de tiempo la señora ministra – la de las gafas chistosas y poco talento para las matemáticas en virtud de la forma en que saca cuentas – va a encontrar una fórmula para que los maestros regresen a clase y, aparentemente, todo vuelva a la normalidad. Sin embargo, al tratarse de un problema estructural que se reproduce no sólo en problemas objetivos sino en percepciones subjetivas, la cuestión de los maestros debería ser un asunto a analizarse de forma seria y sin las prisas de una crisis política y económica. Que luego no digan que no se dijo.
De acuerdo Marco. La percepción que se tiene en Colombia de los educadores refleja la poca importancia que nuestra sociedad brinda a la educación. Que bueno ver su blog. Felicitaciones. Att. Su amigo
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