Vivo en Bogotá, una ciudad donde nos dan una puntilla y buscamos un destornillador. Donde tal vez llueven ranas. Donde los taxistas son los que tienen la razón (no el cliente), y donde uno no está totalmente seguro si va a volver a su casa con vida y con bicicleta (y menos seguro si va a volver con las dos). Entonces no se me hace para nada raro el correo que recibí esta mañana contándome los detalles de la tutela que querían a hacer contra la operación de helicópteros que aterrizarían a la Torre Colfondos en Bogotá (aunque hay noticia al respecto, véase aquí).
En serio: ¿qué nos pasa, ala? ¿De dónde sacamos estas soluciones tan típicas y claramente inútiles a los problemas de transporte que tiene nuestra ciudad? ¿Por qué no queremos preguntarnos antes de tomar decisiones «¿será que sirve?» sino que nos abalanzamos a tomar las decisiones a las patadas? En la primera mitad del siglo veinte, Albert Einstein había dicho «locura es hacer la misma cosa una y otra vez y esperar resultados diferentes«. Aunque también dijo «Ningún problema puede ser resuelto en el mismo nivel de conciencia en el que se creó«. Eso puede servir para explicar el problema en el que estamos.
Llevo diez días en diferentes ciudades donde, por ejemplo, el conductor de un tren nos pidió excusas a los pasajeros porque el tren está llegando siete minutos tarde en un viaje de cuatro horas. «Haremos lo posible por resolver cualquier problema que este retraso haya generado», dicen. En los diez días (de hecho, en los diez años que llevo en esto) he visitado ciudades donde los tomadores de decisión se hacen preguntas como las siguientes:
– ¿Cómo generar una carga más rápida del automóvil eléctrico que cualquier ciudadano puede alquilar? (en Bogotá la simple idea de tener carsharing generó urticaria en la Secre de Movilidad, creo que siguen rascándose)
– ¿Cómo ampliamos la capacidad de los parqueaderos para bicicletas sin reducir la comodidad para los usuarios? (en Bogotá siguen con el diseño del año 2000, y cuando les entregamos uno nuevo y más barato no lo quisieron integrar al Manual de Mobiliario Urbano «porque la vuelta es muy larga»)
– ¿De qué manera mejoramos la rapidez de respuesta y calidad de nuestro app de transporte que responde a preguntas sobre conexiones a pie, en bicicleta pública, bus y trenes? (en Bogotá está el app de SITP que de milagro encuentra una dirección. Yo sigo intentando).
… Y así sucesivamente.
Mientras tanto, en las oficinas de los Ministerios y Secretarías de Movilidad y Tránsito de Colombia se formulan estas preguntas:
– «Eso de Uber ¿qué es, ala? Un taxi o un carro? ¿O cómo es que funciona? ¿Usted tiene de esos celulares con aps?»
– «Llegaron los de los taxis? Sí, que sigan. Son hartos? Entonces pues a todo que sí porque qué más.»
– «Los ciclomotores son ciclas, todo eso chiquito con dos ruedas son ciclas, y además cóbreles SOAT a todas, eso dijo el experto en la Revista de Carros la semana pasada y ese sí que sabe»
– «Uy, ¿helicópteros? ¿A lo bien? Muy chévere. Sí, pues autorícelos, Muy bonito ver ese cielo bogotano lleno de cosas volando. Bello. Solo imagíneselo»
– «Y por aquí va una autopista de siete, no perdón, de ocho carriles. Y así mejoraremos la movilidad. Aquí hay un puente peatonal porque es muy complicado hacer un cruce con semáforos peatonales, eso daña la movilidad. El puente lo construyen los militares porque ahí empezó la Ingeniería, ellos saben qué hacer«.
… Y así sucesivamente.
En Bogotá, en Colombia, y hasta diría que en gran parte de América Latina, los que toman decisiones en transporte siguen leyendo libros de planificación de transporte de hace cuarenta años. Siguen tratando de solucionar problemas de hoy con soluciones planteadas hace medio siglo (es decir, sin el nivel de conciencia que sugería Einstein). Además, ya sabemos que esas soluciones que plantean no sirven y más bien empeoran los problemas (la locura que describió Einstein). Y siguen preguntándose por qué hay problemas cada vez más graves.
Por ejemplo: el problema de taxis y Uber es principalmente un problema de definiciones y de regulaciones anticuadas. Lo mismo pasa con las bicicletas eléctricas, los ciclomotores y los bicitaxis: tenemos un Código de Tránsito que está escrito para los modos de transporte que había en 1950 y no la diversidad o características de los modos y servicios de transporte de hoy. Peor aún, varias soluciones que propone el mercado y que sí podrían funcionar (carsharing, bicicletas públicas, Uber, pago dinámico de estacionamiento en vía y apps de información al usuario) son rechazadas o pierden apoyo porque no son legales, o porque no se conocen o porque «no se sabe si sirven». Si eso hubiera pasado cuando se inventaron la bicicleta en Alemania o introdujeron el transporte público en Paris en el siglo diecinueve, o el automóvil para consumo masivo en el siglo veinte, o la bicicleta pública hace unas pocas décadas, todos seguiríamos a pata y listo. No, ni hablar del tren o de los aviones. Esos son invento del Diablo (ya lo advirtieron en 1899 sobre los trenes al gobernador de Nueva York).
En resumen: no hay que pedirle al gobierno que sea super innovador y piense «fuera de la caja». Simplemente que por lo menos abran la caja y miren para afuera. Si siguen pensando «dentro de la caja» se van a asfixiar. Además, no aprobarían mi propuesta de «transporte por alcantarilla» que es tan innovadora y tan similar a las que se están aprobando recientemente. Creo que la calidad de servicio de mi propuesta sería mejor que la de los taxis que tenemos hoy en Bogotá. Mi siguiente propuesta será en el ámbito de la educación: reglas de cálculo hechas de bambú, para fomentar la industria nacional y, además, la sostenibilidad.
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