Fabián Salazar Guerrero, PhD. Doctor en Teología.
Pido disculpas a los lectores de este blog, pero me es imposible hablar de espiritualidad sin sentir el dolor que está sufriendo en este momento Colombia y expresar mi deseo que todo se resuelva de la mejor manera, pues no es posible que la violencia siga escalando y dejando una estela de muerte, heridas y caos. Es también la oportunidad para cuestionarse, cuál es el papel de comunidades confesionales en esta coyuntura.
He de confesar que quedé un poco defraudado de la reunión entre el Gobierno Nacional y las comunidades del sector religioso del país, que fuera de unas fotos y una declaración con generalidades de buenas intenciones no sé manifestó de forma clara, cómo van a hacer para aportar en concreto a la superación de la actual crisis ocasionada por el paro nacional y la reconstrucción del país luego de estas protestas.
Este escrito es casi un ruego para que hagan su aporte.
Colombia, donde la mayoría se declaran personas confesionales, continúa desangrándose en medio de una lucha fratricida que se ha mantenido por décadas a causa de combates internos por el poder. La actual coyuntura pide una enorme valentía de fe para vencer el movimiento pendular de acción-reacción en medio de una maraña de intereses políticos y económicos, causantes de una gran cantidad de pugnas que no han sido resueltos adecuadamente. Como nación hemos vivido un ciclo interminable de frustración, venganza e intolerancia. A esto se une un sentimiento de fracaso por los altos índices de impunidad, complicidad, manipulación y desconfianza creciente en las instituciones.
Es ser confesional no es sólo estar pendiente “del más allá” sino también en el “más acá”, y reconocer que las luchas reivindicativas que han llevado estos días al pueblo colombiano a manifestarse son el iceberg de las situaciones de injusticia, inequidad y falta de liderazgo que año tras año han sumido al país en la zozobra y el descontento.
Para entender las movilizaciones de estos días no se puede limitar su comprensión al enfrentamiento entre “bandos” en una protesta social, sino a la existencia de causas estructurales que se deben abordar para transformar de raíz de la violencia y la creciente pobreza. Es hora de ayudar a hacer cambios de fondo, que superan las simples acciones puntuales, asistencialistas e improvisadas, y pensar en un real proyecto de nación; y esto no es tema de “izquierdas” o “derechas”, sino de compromisos reales como ciudadanos desde la solidaridad, la fraternidad y la unidad que promueven los credos de fe.
Se requiere comenzar por reconocer la situación de inequidad, que es la causa de la que protesta la gente, y que la ocasiona las estructuras económicas imperantes, la desigualdad en la distribución de recursos y oportunidades, lo que produce el empobrecimiento progresivo de millones de colombianos y los altos índices de violencia, génesis de un círculo de muerte y miseria que se alimentan mutuamente. Con esto NO se promueve una lucha de clases, sino la responsabilidad mutua por el bien común, ofreciendo posibilidades de empleo, de emprendimiento, de educación, y de bienestar social. La gente está reclamando que más allá de subsidios de pobrezas se les ofrezca oportunidades de empleo, de mejorar su calidad de vida y ampliar su capacidad adquisitiva. Estas protestas tienen rostros de jóvenes, de mujeres, de estudiantes y del ciudadano común que está cansado de la situación que a que se ve obligado a vivir (o sobrevivir). Es un hecho que la mayoría de la manifestaciones han sido pacíficas, pero es triste que en ocasione algunos pocos grupos de desadaptados y criminales opaquen el verdadero espíritu de la manifestación. Se espera que se supere pronto los bloqueos que ya están produciendo desabastecimiento, daños en la economía y sobre todo una bomba social que se alimenta de odio, miedo y de desesperación.
Estadísticas gubernamentales e independientes, no se ponen de acuerdo en el número de pobres que existen en Colombia, y a esto se le une la realidad de pobreza de tantos migrantes que llegaron al país. Sin embargo, es innegable la situación que vive la nación colombiana donde muchos compatriotas mueren en extrema pobreza, despojados de sus tierras y de sus trabajos, mientras el país le sigue perteneciendo a unos pocos grupos privilegiados; sumado a ello está el narcotráfico, la corrupción que han impregnado todos los sectores sociales de Colombia y la desconexión de los dirigentes con su pueblo. Es lamentable constatar que estas circunstancias golpean con más dureza a las niñas, niños y adolescentes hipotecando el futuro.
La anterior se ha visto agravado por la pandemia, donde los pequeños empresarios y comerciantes independientes, transportadores y emprendedores del sector educativo, cultural y social han sido obligados por las circunstancias a cerrar sus negocios, a despedir empleados y a endeudarse con el sistema bancario. Aunque ha de decirse que la pandemia sólo develo una realidad social latente y que en nuestros días se muestra en sus consecuencias. Es dramático preguntarse: ¿Cómo estará de desesperada la gente que se arriesga a protestar en medio de una pandemia?
Es grave también las deficiencias en los sistemas de salud y seguridad social que cada vez más aleja a las personas de los servicios básicos y al final de la vida laborar son pocos los que pueden acceder a una pensión justa. Mientras por otra parte el dinero nacional se derrocha en una paquidérmico y burocrático sistema estatal de gastos y puestos innecesarios, y que a la vez brilla, en muchos casos, por su ineficiente, corrupción y politiquería.
El empobrecimiento progresivo del campo y de la agricultura parece ser el resultado del abandono y de la falta de políticas efectivas. Además, es increíble que aún hoy en día exista aún el fenómeno del desplazamiento hacia las ciudades a causa de la falta de oportunidades, la presión de los grupos criminales, los cultivos ilícitos, la delincuencia, el narcotráfico y la apropiación indebida de tierras. Y una vez que llegan estos grupos a las urbes se agravan las condiciones sociales de dichos centros receptores, originando nuevas formas de marginación. Y qué decir de toda la depredación y destrucción ambiental, y esto es también un tema que debería ser del interés para las religiones.
En el aspecto político, en Colombia, a pesar de la reforma constitucional de 1991, la participación ciudadana sigue siendo limitada, no por falta de espacios democráticos de votación, sino por una baja cultura política ciudadana y el peso que aún ejercen los viejos vicios politiqueros recibidos como un legado de décadas de corrupción en el país. El sistema político, en general, y el de partidos, en particular, demuestran su incapacidad de aportar proyectos que den respuestas a las urgentes necesidades de la nación más allá de sus agendas electorales y de su deseo de polarización.
En lugar de un sano ejercicio ciudadano siguen haciendo su aparición en espacios públicos: la demagogia, el discurso improvisado, las soluciones a medias y la intimidación social. En el proceso democrático se sigue marginalizando a las y los jóvenes y por eso hoy son ellos los que salen a protestar y marchar, aún a riesgo de su vida. Entre esos jóvenes valientes también están aquellos perteneciente a las comunidades de fe y que necesitan, junto a los demás, ser apoyados, orientados, protegidos y acompañados. Es lamentable y pecado social que hoy mueran jóvenes, y esto sin diferenciar de que lado se encuentren, todos son los hijos de Colombia.
Aunque se promulgue el respeto a lo pluricultural y a lo pluriétnico, en realidad las minorías son aún sometidas a la discriminación y al abandono. Por ejemplo, los indígenas son vistos con desprecio, colonizados y sometidos a los abusos de una guerra que no ha terminado en sus territorios. Son muchas las veces que los diferentes gobiernos no les han cumplido en sus promesas. Pero es de reconocer que hoy están dando a la nación un ejemplo de acompañamiento, y desde su sabiduría ancestral, su fuerte componente comunitario y su amor por la tierra nos pueden dar unas líneas para pensar en soluciones.
Otro gran empeño debe ser la protección a la libertad de prensa y el derecho de estar bien informados sin manipulación. Es urgente proteger a los periodistas y aquellos que desde su espacio en medios levantan la voz para denunciar, analizar o proponer caminos de formación de la opinión pública. Se debe estar atentos para cubrirlos y que no sean amenazados, intimidados o perseguidos por cualquier sector que quieran acallarlos. Por otra parte, las comunidades religiosas pueden poner al servicio del bien del país sus medios radiales, televisivos e impresos para promover los valores de esperanza, perdón, reconciliación y denuncia profética.
Ante las situaciones anteriormente descritas, se puede aceptar que las Iglesias y en general las religiones y espiritualidades no tienen todas las respuestas a estos problemas, pero es su deber creer firmemente que, desde su fe, pueden aportar a buscar soluciones para el país. En estos momentos más que nunca se necesita de sus iniciativas, su amor al prójimo y sus sugerencias para que uniéndose a otras propuestas de la sociedad civil aborden la realidad nacional con decisión transformadora y efectividad.
Que importante es ofrecerse como puentes, mediadores de solución, reconciliación y veeduría cuando les sea posible. Las religiones pueden llamar a sociedad al discernimiento, a calmar los ánimos, a actuar sin violencia, a buscar la verdad, a exhortar a que terminen el pillaje y el vandalismo, a levantar la voz frente a los asesinatos, a consolar a la todas la víctimas (sin distincion), e invitar al diálogo honesto y comprometido, hacer presencia visible, a orar y a aconsejar a las instituciones y sus autoridades para que encuentren sabiduría en sus decisiones; es momento de cuidar de la gente sin importar sus creencias, posiciones políticas, su condición social o su cargo, aquí no hay bandos, aquí todos somos colombianos. Es prioritario rechazar todo tipo de violencia sea cual sea su fuente. Y para estar preparadas las organizaciones de fe necesitan de mucha fortaleza espiritual con el fin de sostener sus acciones y ser fieles a lo que Dios les está pidiendo en este momento histórico.
En conclusión, la actual situación hace una invitación para que las organizaciones religiosas pongan al servicio del país su reserva ética, su proyección social y su cuerpo de voluntarios dispuestos a trabajar por la reconciliación para afrontar los grandes problemas de la nación con un trabajo conjunto, profético, orgánico y sostenible. Y para alcanzar estos propósitos es también muy importante contar con la ayuda de las comunidades religiosas a nivel internacional. Son muchos los aportes que se pueden hacer si se trabaja en red en propósitos de común-unión.
Como palabras finales, deseando sean inspiradora a la acción, dejo las palabras de Francisco de Asís:
Señor, haz de mí un instrumento de tu paz:
donde haya odio, ponga yo amor
donde haya ofensa, ponga yo perdón,
donde haya discordia, ponga yo unión,
donde haya error, ponga yo verdad,
donde haya duda, ponga yo fe,
donde haya desesperación ponga yo esperanza,
donde haya tinieblas, ponga yo luz,
donde haya tristezas, ponga yo alegría.
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