El miedo es interesante. Todos lo sentimos, nadie se escapa. Y, aunque muchas veces, quisiéramos que desapareciera, el miedo en una textura de la vida que trae sus ventajas.
El miedo es una respuesta automática. Su función es protectora y se activa para cuidarnos. Es el hipotálamo y la glándula pituitaria diciéndole a las glándulas suprarrenales que liberen cortisol y adrenalina. Es el corazón que late y la garganta que se seca. Las piernas, listas para huir o pelear.
El miedo es una memoria; es cualquier cosa que se haya sentido insegura en el pasado. El miedo se aprende y se revive, a lo largo de la vida. El cuerpo sabe cómo responder a eso que generó el malestar. Sabe qué pensamientos activar y cómo disuadirte para que vuelvas a territorio seguro.
He vivido miedos nebulosos sin nombre, y son los peores. Miedos primordiales que se sienten antiguos e inmanejables. Porque he estado ahí, sé que las palabras son importantes. Cuando usamos palabras, activamos partes de nuestro cerebro que calman esas otras partes, más básicas y reptiles. Por eso, Tim Ferris dice que identifiquemos los peores escenarios posibles y los veamos de frente. ¿Qué es lo peor que podría pasar? De esta manera, el miedo se desarticula lentamente y pierde su agarre. Ferris también dice que nos preguntemos, ¿qué podemos hacer para prevenir y reparar, si estos escenarios ocurren?
Si contestas estas preguntas, verás cómo tu miedo no representa un riesgo real. Siempre hay algo para hacer; tienes recursos que no habías considerado. De repente, el miedo, no te congela. Puedes moverte hacia adelante.
En este punto de mi vida, no le peleo al miedo. Tampoco creo que no debería sentirlo. Me lo encuentro todo el tiempo, y lo saludo. Es un viejo camarada que golpea la puerta con sus maneras, tan características, y ya las conozco bien. Le doy palabras, siempre. Lo trato como un huésped, uno neurótico y temeroso, pero que, en el fondo, solo quiere lo mejor para mí.
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