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Los Almacenes Víctor

1929

Don Manuel José -hombre de empresa y excepcional visionario del mundo del entretenimiento- vino a la tierra con dos propósitos fundamentales.

El primero era explicar a los bogotanos de entonces las ventajas de llevarse la música empaquetada a sus hogares, sin tener que depender de los caprichos, borracheras e indisposiciones del cuarteto, orquesta o serenatero de turno. Es decir, los potenciales beneficios de la grabación por encima de la interpretación al vivo.

El segundo fue la diseminación masiva de las artes interpretativas mediante el uso de las ondas de radio.

Y para cumplir con ambos apostolados procedió de acuerdo con sus sueños. Primero fundó un expendio de equipos para la recepción y la reproducción del sonido. Lo llamó Almacenes Víctor y lo convirtió en la primera gran tienda de discos, radios y gramófonos de la ciudad. Allí se distribuían grabaciones de repertorios locales prensadas por las disqueras norteamericanas Víctor, Brunswick y Columbia.

Luego -en sociedad con la casa Víctor de Estados Unidos- creo la legendaria Voz de La Víctor, emisora que prevaleció en la banda de amplitud modulada y en la de onda corta por más de cinco décadas.

Fue inaugurada el 7 de agosto de 1926, aún con muy pocos radioreceptores en la ciudad, por lo que el precavido de don Manuel J dispuso algunos altoparlantes en la sucursal de sus almacenes de la plaza de Bolívar para su lanzamiento.

Así, con radioestación y tienda de discos en su poder, los alcances multimediáticos del negocio de don Manuel J estaban asegurados.

Pero don Manuel J fue aún más lejos. Por ello reforzó ambos productos con la publicación de cancioneros distribuidos en los salones de sus almacenes.

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Cuando el Estado comenzó a volver sus oídos hacia esta nueva forma de comunicación, al fundar la HJN -primera estación radial inscrita dentro del contexto del proyecto de cultura aldeana de don Daniel Samper Ortega- don Manuel J aprovechó la circunstancia para mostrar a la ciudad las ventajas de la radiodifusión y para abrir las puertas de su establecimiento a cada uno de los capitalinos, según su rango, poder adquisitivo y abolengo, en una franca muestra del elitismo, de aquel que desde entonces imperaba en nuestra sociedad.

Por tal razón, la tarde en la que se prendieron los transmisores de la emisora oficial, don Manuel J publicó un destacado en uno de los dos diarios más importantes del país, cuyo mensaje rezaba:

«Manuel J. Gaitán

Propietario de los Almacenes Víctor

Se permite avisar al público bogotano que esta noche, a las 8, dará en sus almacenes dos audiciones de radio, en los maravillosos aparatos de la Victor Talking Machine Division of The Radio Victor Corporation of America; con motivo de la inauguración de la Estación Radiodifusora de Bogotá, así:

Una para el público en general, en la sucursal de la plaza de Bolívar, y otra privada dedicada a la aristocracia bogotana, en la casa principal, Calle Real, Nros 432-444″.

El Tiempo, Septiembre 5 de 1929″.

Las coordenadas de la Calle Real, a la altura de los Almacenes Víctor, concordaban -si las nuevas direcciones no traicionan la memoria colectiva- con las del edificio Liévano, zona correspondiente a la actual carrera Séptima No. 11-51

Pero volvamos a la Víctor. Entre los legendarios hechos acontecidos en su seno estuvo la última aparición radial del gran Carlos Gardel, quien ante un micrófono Western cantó por última vez los compases de la triste ‘Tomo y obligo’ en vísperas de su trágica muerte antes de perecer carbonizado después de una misteriosa colisión entre dos aviones. Fue un 23 de junio de 1935.

El señor Gaitán -de quien hoy pocos hablan- inculcó pues en nuestras gentes la cultura del disco como industria, y el hábito del entretenimiento masivo como nueva costumbre entre el perplejo pueblo cachaco.

 

Por tal razón hizo uso entusiasta de vitrinas ingeniosas con el fin de atrapar la atención de transeúntes. Una de las memorables fue la alusiva al señor Francisco Echeverri Duque (gerente y principal accionista del legendario Hotel Granada). En ésta aparecía dibujado el exitoso empresario antioqueño frente al elegante hotel del que era administrador, todo ello para promocionar el legendario ‘Pachito eché’, escrito en su honor por el gran Wolfano Alejandro Tobar García.

Alguna vez don Amadeo -uno de los clientes habituales de los Almacenes Víctor- se presentó ante el despacho de don Manuel J con una dicotomía complicada a cuestas. Muy angustiado, el pobre hombre preguntó al propietario si conocía de algunos musicastros especializados en serenatas románticas urgentes.

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Don Manuel J. le preguntó de dónde venía su interés por encontrarlos. Don Amadeo le explicó que su mujer parecía estar harta de él, que la posibilidad de un próximo abandono salpimentado de infidelidad lucía cercana, y que sólo un buen recital podría salvarlo.

Entonces don Manuel J arremetió en su intención de convencerlo de que era más una decisión más rentable, práctica e impactante -aunque sin duda también un tanto menos romántica- adquirir una victrola que dar una serenata.

-Le ruego me perdone por ser tan franco, don Amadeo. Pero… ¿le molestaría decirme de cuánto dinero dispone para los músicos? -le preguntó.

-De 70 pesos. Son todos mis ahorros.

-¡Eso es más que suficiente, don Amadeo! Pero no vaya usted a malgastarlos en serenatas. Invierta bien sus pesos. ¡Compre una Victor Talking Machine! Así, en lugar de ir por el trío al Café Pensilvania cada vez que usted y su mujer discutan, y gastar 70 por pelea conyugal, tan sólo tendrá que venir con uno o dos pesos, cada vez que sea necesario para comprarse el disco que quiera. De encime le hago una dedicatoria por La Voz de La Víctor y le regalo un cancionero Víctor. Véalo así: ¡Los músicos se mueren! ¡Los discos no!

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Discos Daro

1963

-Usted entenderá, señor Daro, que este es un escenario sagrado, en donde la música -la más noble de todas las expresiones generadas por la ilimitada inspiración humana- alcanza su más alto punto de refinamiento. Y que por tanto, al Teatro no le quedaría bien andar abriéndole la puerta a cuanto grupo de muchachos venga a aporrear un piano, a rasgar una guitarra o a azotar un tambor. Hay que ser selectivos.

-Pero, doña Cecilia. ¡Los tiempos están cambiando! Cuando menos lo pensemos nosotros dos seremos abuelos. Y si la gente como usted o como yo seguimos negando a los más jóvenes la posibilidad de tocar y de grabar músicas nuevas, los negocios como su teatro o como mi disquera van a desaparecer en 50 años. Ellos merecen una oportunidad.

-Por andar dando oportunidades yo puedo quedarme sin empleo, y usted sin empresa, señor Daro.

-¡Simón! Dígame ‘Simón’.

-Señor Simón: Yo no tengo opción. Esto puede salirme muy caro. De hecho, puede ‘salirnos’ muy caro a usted y a mí. ¡Imagínese a esos desadaptados cantándole ‘Cuchipe’ en francés al distinguido público del Colón y profanando la sagrada lengua gálica con su ‘Je viens de Chiquinquirá, Ou j’ai tenu une promesse!’.

 

-¿Y no se supone que somos, o que fuimos la Atenas Suramericana, y que nuestros artistas deben mirar hacia horizontes internacionales? Si el asunto es de dinero, estoy dispuesto a pagar lo que usted considere necesario por el alquiler del local.

-No es asunto de dinero. ¡Es de prestigio y de tradición!

-Piense en lo prestigioso que se volvería su teatro si aquí tuviera lugar el primer gran concierto de un conjunto de talentosos jóvenes bogotanos haciendo twist, rock and roll y bossanova colombiana. ¡Hasta vamos a grabar el disco en vivo! Yo sé que usted y yo podemos hacerlo. Sé que algo se le ocurrirá.

Doña Cecilia Fernández de Soto, directora del Teatro de Cristóbal Colón, epicentro de la lírica y las artes dramáticas en la ciudad desde tiempos republicanos, hizo en su mente un veloz inventario tentativo de qué clase de negocio podría hacer con el judío millonario al que tenía por interlocutor, lo suficientemente atractivo como para salir indemnizada de la lluvia de verduras que habría de sobrevenir por sobre el proscenio del honorable claustro, tras la presentación de Los Daro Boys.

-Hagamos un trato, Simón: Yo le dejó presentar a los muchachos. Y le dejo grabarles sus alaridos. Y usted, para honrar las memorias de los grandes maestros, cuyas almas en paz se verán violentadas por las notas del rock and roll y de la bossanova colombiana -que a usted tanto le gustan- me dará a cambio el bello busto de Beethoven, que hoy adorna su despacho en la disquera. Por lo demás no pienso cobrarle ni un solo peso.

-¿Es esto un soborno escultórico, doña Cecilia?

-Digamos que es un pago previo por posibles daños y perjucios.

-Si eso es lo que quiere a cambio de que ni su industria ni la mía se acaben, entonces lo tendrá.

Una semana después, Mauricio Posada -guitarrista y compositor líder de Los Daro Boys- iba junto a él, del lado derecho de la silla trasera de un taxi Chevrolet Bel Air, separado tan solo por la efigie en bronce de don Ludwig, difunto mentor desde el más allá de este proyecto demencial, consistente en presentar una banda de adolescentes en el más consagrado escenario de la ciudad, al que hasta la fecha sólo se podía ingresar vestido con guantes y traje de gala.

El comienzo de sus carreras para Los Daro Boys (bautizados así en honor a su mecenas) no había sido ni glamoroso ni lucrativo. Aunque ya habían tocado en el Hotel Tequendama, y en algunos otros escenarios importantes, el mayor pago recibido a cambio de su actuación había sido el vestido que cada uno de ellos quisiera, confeccionado por las prodigiosas manos de Valdiri. Pero con todo y los malos presagios se subieron a las tablas del Colón.

Para fortuna de la memoria, todo el sonido quedó consignado el primer gran momento del proto rock and roll en vivo en nuestro país: ‘Los Daro en el Colón’, álbum prensado por la visionaria firma Discos Daro.

 

Un Beethoven de Bronce pagó el precio al sacrificar su alma romántica por esta causa profana de ver a unos jóvenes excéntricos interpretando sus ‘standards’ del ‘West side story’, su versión particular de ‘The saints’, y sus excéntricas composiciones originales.

Fue así como twist, bossanova y proto rock and roll sonaron por la primera de las veces, una sola noche, en el inviolable Teatro Colón. Y lo que sigue es rock and roll.

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El Gramófono

1989

La primera vez que sostuve en mis adolescentes manos un disco compacto fue -confiándome en mis recuerdos- por allá en 1989.

Ocurrió en la zona destinada a las oficinas administrativas de Unicentro, área hoy ocupada por la remozada plazoleta de comidas del clásico centro comercial, desde cuya terraza puede contemplarse una buena parte de esa pequeña fracción de tierra, que es nuestra ciudad, hacia el nororiente.

Un hombre maduro, de pelo casi blanco y modales de ‘dandy’ tenía -en el mayor sigilo- un expendio de ventas de discos por catálogo.

Aunque éramos pocos los que lo sabíamos, este caballero manejaba un volumen de ventas acaso equiparable al de las entonces inaccesibles tiendas de música de grandes superficies.

Para quienes hasta entonces nunca habíamos salido de Colombia, pensar siquiera en tener acceso a un Virgin Megastore, a un Tower Records, a la tienda HMV de Oxford Street, o -mejor todavía- a alguno de los almacenes subterráneos para coleccionistas de Bleecker Street, en Nueva York, o del Soho londinense, era un sueño esquivo.

Pero ahí, en su pequeña y curiosa tienda, que más lucía como el despacho de algún corredor de la desaparecida Bolsa de Valores de Bogotá, estaba todo, o casi todo lo que queríamos o podíamos encontrar.

El local llevaba por nombre El Gramófono, título al que siempre encontré consecuente y considerado con la historia. Porque bien habría podido tener una triste razón social del tipo ‘Sonido digital’ o del todo genérica y por tanto desprovista de encanto, tal como ‘Discos importados’.

En un par de catálogos escritos con diminuta letra, pude alguna vez encargar el ‘Sgt. Pepper’ y el ‘White Album’, primeros dos trabajos de mis adorados cuatro a los que logré acceder en el novedoso formato CD. O la edición especial de la gira de 1989 del ‘Flowers in the dirt’, de McCartney.

Las oficinas de Unicentro se fueron y con ellas la figura de este hombre cuyo nombre lamento no recordar, pero a quien debo algunas piezas de colección que nunca he visto en ningún lugar distinto a su despacho o a mi propio hogar. Me pregunto qué será de él.

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La Musiteca

2009

Alguna vez. Antes de que a cierta administración se le ocurriera pensar en algo denominado espacio público. Antes de ver desfilar por nuestras calles a legiones enteras de policías y de recuperadores a ultranza de aquello a lo que nunca creímos nuestro, hubo un lugar al que cariñosa y simplemente solíamos llamar ‘casetas de la 19’.

Se trataba de un gran núcleo en el que los fanáticos de la música y los libros raros y curiosos nos dimos cita durante los 80.

Era una seguidilla de quioscos de lata, todos pintados de color azul cielo, en los que además de Algebras de Baldor; de manuales de inmunología clínica de segunda mano y a mitad de precio; o de ‘cuentos’ ya viejos de Archie o Acuaman, había grabaciones discográficas exclusivas. De esas a las que nunca veíamos exhibidas en las vitrinas de Prodiscos, de Discorama o de Bambuco. Iban desde el Edificio Barichara hasta la Séptima.

Gracias a los disqueros de la 19 -algo así como una pequeña Carnaby Street, o como alguna calle del Village a la criolla- muchos desadaptados bogotanos supimos que hubo una banda llamada Gentle Giant; que Pink Floyd era más que un ladrillo en la pared; o que antes de ser la banda pop de Phil Collins, Genesis se constituyó en uno de los más sui generis ensambles del rock progresivo.

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Ahí, en 1984, siendo un precoz comprador de discos con escasos ocho años de vida, en busca de una edición venezolana de Rubber Soul a la que estaba pagando a plazos, tuve el honor de conocer al maestro Luis Villa Hinojosa, quien era autor del mural pintado sobre las latas azuladas.

Allí tuvieron su almacén Brando, Vicente, José Filiberto y otros más. Allí se dibujaron sobre la hojalata gruesa los estandartes de Mort Discos, Top Musical, Abbey Road y otros más.

Allá conseguí algunas copias inglesas, norteamericanas y mexicanas de los más importantes álbumes de mis adorados Beatles, aquella banda por la que deliraba.

Allá trabé conversaciones extensas con Gonzalo, acerca de cuál podría ser la agrupación inglesa más importante, aparte de las dos indestronables. Allá pedí a Vicente reconsiderar el alto precio exigido por cierto ejemplar rayado del «This years model» de Elvis Costello. Allá soporté la mitomanía truculenta de Brando y sus leyendas y productos falsificados.

En ese lugar compré la discografía completa de León Gieco y tuve alegatos con el Doctor Rock acerca de cuándo se inició en realidad la historia del rock nacional. Y allá, también, me convertí en visitante infrecuente del difunto Saúl Álvarez y su Musiteca.

Muchos deben haber oído hablar de sus bandas favoritas por primera vez de boca de Saúl, quien estuvo por ahí desde 1980 y a quien debe reconocerse como lo más parecido a un buen comerciante de la música. A un asesor del sonido en todo el sentido del término, hasta aquel día en que un infarto se lo llevó, antes de lo que todos habríamos querido.

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Si hubo alguien que contradijera ese frío estereotipo de vendedor impío, cuya vida se consagró a compartir la música, ese fue Saúl. Tengo el honor de haber sido uno de sus clientes, en la mencionada Musiteca y en Antífona. Le compré camisetas de Rock al Parque. Le pregunté por ciertas novedades. Le pedí descuentos. Fui con el maestro Willi Vergara a compartir con él seis o siete latas de cerveza fría y hablamos de música o de cualquier otra irrelevancia, de aquellas que nos mantienen vivos. La última vez que hablé el bueno de Saúl me recomendó un disco de Zero 7. De regalo se lo llevé a Marcela. Eso fue en 2009, y a la fecha es el último disco que he comprado.

Quienes quisieron y pudieron quedarse, una vez las casetas fueron desalojadas, comenzando los 90, consiguieron locales en predios aledaños, particularmente en los centros comerciales Vía Libre y Omni 19. Y fueron milagrosos sobrevivientes de la escena new wave grunge de final del silgo. Y vendieron cassettes o videos grabados con cosas que no podíamos conseguir, porque eran escasas o porque no teníamos suficiente dinero.

Ahora, cuando presenciamos impávidos la lenta agonía a la que se someten los teatros de barrio, los alquileres de videos de barrio, las panaderías de barrio, y las tiendas de discos de barrio de las que hablo, creo oportuno rendir el debido homenaje a esa especie, también agónica de disqueros de barrio, que también han comenzado a irse.

 

Por cortesía de Pepe Plata, fragmentos a una entrevista a Saúl Álvarez… aquí

 

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