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chapinero.jpgSi vivir consiste en dar zancadas largas, no he ido muy lejos. Porque después de tantos años. De tantas lágrimas. De tantos círculos. De tantas preguntas que no he sabido responderme, y de tantos sueños que persisten como tales, aquí sigo.

En Chapinero. En Bogotá. Sin marcharme de aquí por más de un mes. Sin atreverme a respirar un oxígeno diferente por mucho tiempo.

Aferrado al asfalto de un vecindario indefinible, en el que creo estar tranquilo. Comprando de antemano, para prevenirme, -y antes de que la iliquidez me ataque- el boleto de vuelta.

Nací -aparecí, diría yo- a escasos metros del mismo sitio en el que ahora estoy. Y espero morir por aquí, cerca de ese lugar de donde hace 34 años y unos días, debí salir, envuelto en una frazada de maternidad. Para ser, por lo que me resta de vida, un bogotano más.

En ese insignificante accidente cósmico, que es comenzar a existir en cualquier lugar de la Tierra -que no puede ser sino uno por cada vida-, mi alma vino a dar a Bogotá.

A este mismo sitio. Que una vez fuera baldío. Que luego fuera club social, y que después se hiciera clínica. Clínica del Country. Centro médico a su vez colindante con un supermercado, y con un teatro, que al igual que el club campestre -sobre el que una vez se plantó- ya no está. Porque se fue al norte, como casi todo.

Aparecí -nací, dirían otros- en Bogotá. En Chapinero. Y desde Chapinero -o desde la salida del lugar en donde trabajo, todos los días- miro hacia los cerros.

Entiendo por Gran Chapinero a la zona comprendida entre las calles 50 y la 100, y la avenida Circunvalar y la mal llamada Autopista Norte.

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Soy pues, de Chapinero. De Bogotá. Y Chapinero y Bogotá, magnéticos, me atrapan. Con su carrera Séptima, oliendo a humo (de exhosto; no de chimenea), y las pocas casonas que aún le quedan suplicándoles piedad a las retroexcavadoras, y a los urbanizadores

A veces me pregunto -en curioso tono de incredulidad- si esas montañas que nos enmarcan de uno y otro lado, terminaron dispuestas aquí por alguna razón distinta a los resabios caprichosos e inobjetables de la naturaleza. Porque así somos. Un poco insulares. Un poco provincianos.

También me cuestiono si fue o no una idea razonable el haber fundado una villa a 200 leguas del mar.

Pienso entonces en el semblante de ese hidalgo visionario que fue el adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada, abrumado ante la planicie verde y su Valle de los Alcázares. Agradezco al viejo Jiménez, quien tal vez murió de lepra o de tristeza, por haber hecho mi ciudad aquí, tan lejos del trópico. Tan fría y gentil. Tan desprovista de alimañas de tierra caliente.

Después evoco los cientos de miles de fantasmas que sobrevuelan las frías noches de esta urbe a la que considero mía, a su manera.

El del aguerrido Meicuchuca. El del valeroso Saguamanchica. El de su sobrino -el primer estadista chibcha- el gran Nemequene. El de Tisquesusa, sorprendido por la presencia de caballeros blancos y europeos, vestidos con armaduras y espadas. Y el de Sagipa, rindiéndose ante sus designios, por la fuerza de las armas.

Desde las guacas, enmascaradas bajo el asfalto, a su vez tendido por sus descendientes ingratos, para aplastar la memoria, sus almas guerreras deben clamar por atención.

Me busco en los párrafos extraviados de quienes han sido mis maestros, sin conocerlos. Don Felipe González Toledo; don Tomás Rueda Vargas; don Alfredo Iriarte; el gran Ximénez (con x); don José María Cordovez Moure; y don Juan Rodríguez Freyle.

Y sueño con escribir siquiera una línea, tan sólida como las suyas. Con entablar un soliloquio delirante alrededor de mi ciudad. Atrapar en palabras ese imperceptible y débil acento al que los bogotanos hemos ido renunciando. Imagino, con tristeza, las interminables charlas de quienes visitaban los cafés con asiduidad.

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Luego miro a la otrora Santafé, bañada por aguas que se mueren de sed. Sepultadas, porque alguien prefirió pavimentarlas. Me imagino los cientos de millones de conversaciones que deben haber circulado por entre los cables telefónicos que conducen una voz de Soacha a Usaquén, y de Usme a Fontibón.

Pienso, como Bernabé, que Dios fue sabio al decidir traerme hasta aquí. Puesto que no hay río, no sé nadar. Puesto que hace frío, me cubro de abrigos. Puesto que mi motricidad es, a la fuerza, anarquista, evito bailar en público. Soy de Bogotá, y por eso me cuesta bailar.

Fui visitante asiduo de los más abyectos tenderetes y expendios de cerveza del vecindario, y me tendí a embriagarme en las bancas circundantes al bello templo de Lourdes.

Aguardé por el bus escolar frente al almacén de Saúl García en Quinta Camacho o Emaús. Galopé sobre una yegua llamada Promesera, sobre el kikuyo salvaje de la escuela de equitación San Jorge.

Algunas veces, venciendo mi fobia al servicio público, caminé por toda la calle 87, hasta la Séptima. Bordeando las viejas mansiones de La Cabrera. Mirando de soslayo al Liceo Francés, antes de abordar un superejecutivo azul provisto de televisión y VHS con destino a Germania.

Fui hasta Las Aguas para ganarme un título espurio de literato. Anduve por las casetas de San Victorino, comprando ‘cuentos’ de Archie y del Doctor Mortis. Vagué por las calles oscuras, perfumadas de cerveza, de La Candelaria.

Y compré y vomité chicha cerca a la Plaza de la Concordia. Cacé espantos en el sombrío Cementerio Central. Fui a matiné a un teatro gigante, y les tomé cariño a los copetones descoloridos. Aprecié la fragancia seca del polvo al levantarse por la lluvia.

Husmeé en domingo, los desvanes de Teusaquillo. Y fui alumno de colegios circundantes a esa Autopista suburbana. Indigna -por su estrechez e inoperancia- de ser llamada autopista.

Entendí que los bogotanos preferimos la mentira a la verdad, en nuestro mal entendido afán por ser amables. En mi adolescencia quise rivalizar con los antioqueños. Y me enojaba si alguien decía algo en contra de Bogotá o sus nativos. Y recuerdo con claridad alguna vez, durante un agosto como este, cuando siendo estudiante de jardín infantil vi unas cometas hechas en papel y vendidas en cercanías a Los Héroes.

Vivo y moriré en Chapinero, en Bogotá. Bajo el frío de los cerros tutelares, cobijado por un sol esquivo y ocasional.

Me visto de gris hoy, Bogotá, para ofrendarte mi tributo simple. Después de haber lamentado, sin dormir, la muerte cerebral y la desolación que habitan tus noches. Después de reírme ante tu tráfico antipático. Después de reiterarte mi promesa de quedarme aquí, contigo, hasta el final, aunque todos los demás prefieran irse.

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