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muertealbum01.jpgLamento la muerte paulatina del álbum*. De sus hojas gruesas con líneas adhesivas en diagonal. De sus páginas de cartón negro. Del celofán que las recubría y de sus portadas decoradas con castillos, cachorros y tonos pastel. O en el más sobrio de los casos, con las letras repujadas de color dorado y el aviso de Foto Álbum.

Pocos quieren ya consultar o construir un álbum familiar. Muchos menos pensarían en comenzar uno. Ahora las cámaras se disparan impunemente. Nadie teme a malgastar la película, o a velar la memoria por sobreexposición.

Se subestima la transitoriedad del instante, susceptible a ser congelado al antojo de quien tenga un dispositivo digital para captura de imágenes. Nuestras fotografías han perdido la dignidad del papel y han ganado la de la luz, artificiosa, falsa y perecedera.

¿A quién a la vuelta de dos siglos habrá de ocurrírsele preguntar por la identidad de algún ancestro, ya desde hace años etiquetado bajo el rótulo impúdico de las redes sociales? ¿Quién estaría en disposición de confinarse a la anonimia de un cuarto oscuro?

La esperanza de la imprenta se debilita, y se aleja a la velocidad de un teleobjetivo. La relevancia del negativo se dobla de positiva. Sepia es producto de un artilugio digital. Mate es un recuerdo opaco. Color o grises son mentiras urdidas por la falsa comunicación entre una lente, una tarjeta, y sus circuitos integrados.

Las máquinas de retratar son un lujo exótico, vivo solamente en los estudios de algún fotógrafo obsesivo, o dispuestos -como una plancha de carbón o un gramófono inútiles- sobre la mesa de quien quiere que su hogar parezca un anticuario.

Renunciamos al temor a cerrar los ojos para no lucir ridículos. Al deseo de esconder aquella imagen en la que estábamos seguros de lucir mal. Al mágico ritual de incinerar o romper aquellas fotografías para restar a nuestras vidas el mayor número alcanzable de pruebas físicas de la existencia terrena de alguien que ya no está. A la espera de varios días (y no sólo de una hora) por ver cómo habíamos terminado luciendo en la foto grupal.

Ahora los recuerdos se dispersan en la intangibilidad de un monitor. En la capacidad de albergar datos, expresada en unidades exactas y no humanas. En el deshonesto e inmerecido honor de poder modificar las propiedades reales de la materia y sus formas, según el capricho del sumo artefinalista, omnipotente fuerza, capaz de hacer al obeso famélico y al anciano joven.

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La trama se ha pixelado. La sonrisa falsa acciona la luz del flash. Los estallidos ya no son letales. El sonido del diafragma es mentiroso. Nadie teme ni respeta en la misma forma a esos emperadores del mundo antiguo que fueron aquellos aparatos, a quienes nadie podía objetar, cuando de hacer juicios estéticos se trataba.

Ya nadie se cuida de ellos. Su lugar ha sido reducido por los hechos al de simples mediadores entre el mundo y su representación, que aunque similares no son idénticos. Hoy las cámaras parecen seguir el mismo sendero lamentable de padecimientos, experimentado hace décadas por quienes se creyeron únicos al ser retratistas de profesión.

Hoy las colecciones de fotos se mueren de desatención y humedad. Millones de cuadros estallan. Cautivar un momento se deviene rutinario. Por eso pocos reparan en la infinidad de imágenes desperdiciadas. Por eso todos obturan los diafragmas falsos sin preocuparse por el desperdicio.

La solemnidad ceremoniosa de una sesión fotográfica y la espera impaciente por sus resultados han cedido su sitio a tarjetas diminutas de memoria. Se han rendido ante la dictadura del megapixel. Las explosiones de magnesio se fueron para dar su lugar al flash. Nadie se pregunta por DIN ni por ASA.

Los menos agraciados borran sus horripilancias y asimetrías mediante un dispositivo manual con forma de ratón, o mediante un lápiz digital.

Las imágenes se dispersan, obtusas, metidas en algún dispositivo de almacenamiento, o mal impresas y dispuestas en un marco de bajo precio y material plástico, o en un exhibidor de cristal líquido.

Cómo lo lamento. Cómo extraño aquellos álbumes diligenciados con la paciencia disciplinada de quien sabía esperar para ver crecer. De quien se empeñaba en dar cuenta del tiempo, transformando los espíritus y almas. Marcando el inventario de cada cuadro, debidamente refilado y revelado por el romántico fotógrafo de agua del parque Lourdes.

*Reflexiones a partir de una conversación espontánea con Piyo Jaramillo, a propósito de ‘Deja vu’ un espectáculo a ser lanzado por él en próximos días. 

 

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