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El día me alcanzó para asistir a dos ceremonias fúnebres de tarde y noche. Ambas impredecibles, ambas inevitables. Una pública y la otra íntima. Había querido y creído que por esta vez el tiempo y la nada habrían de perdonarnos. Pero no. Ahí estaba yo viendo a la gente de agosto irse de mi vida con su carga de vientos y objetos voladores y lluvias que no se cansan. Ahí estaban mis recuerdos enredados entre las líneas de un teléfono que prometí no marcar. Ahí estaban las cometas atrapadas en los hilos eléctricos que comunican al Chicó con Chapinero.
Sin darme cuenta, hace mucho escogí caminar solo. Y eso es lo que he venido haciendo desde hace años. O alguien lo escogió en mi nombre. Por eso no conduzco automóviles y soy usuario compulsivo de taxis. Por eso cuando quiero suponer que estoy tranquilo me voy por entre la polución y el tránsito lento de la Carrera Séptima, en medio de ese olor mezclado a frío, y a nogal y a eucaliptos y a monóxido sabanero.
Después del par de finales eso fue lo que hice. Puse a desfilar mi memoria por entre las vitrinas de droguerías, cigarrerías, unidades residenciales, semáforos y calles hasta llegar aquí.
Entretanto y sin saberlo, algunos sueños transitorios se me fueron desintegrando. Ahora estaba tratando de despedirme de ellos, como es lo correcto. Pensé en mí en cualquier otro agosto comprando ilusiones de colores frente al monumento a Los Héroes para ponerlas a volar. Las cometas no están hechas para volver. Y querer mantenerlas amarradas con una cuerda, una vez están arriba, es tan ingenuo como egoísta.
Entonces iba por ahí y sentí deseos de conseguir un par de crayolas y alguna bebida de colores, que se me pareciera al Fresco Royal, y de comenzar a dibujar algún mural sobre las paredes del predio en el que vivo como arrendatario, como ese niño de Los Héroes del que estaba hablando y que podría haber sido yo. Pero la perspectiva de tener que borrarlo me detuvo.
¿Para qué empezar a escribir algo que habremos de eliminar? ¿Para que esmerarnos en unos trazos y composiciones que luego vamos a tachar? ¿Para qué almacenar memorias y objetos y ambiciones de las que nadie, una vez muertos habrá de acordarse? Ayer hablé durante unas horas con un anciano mendigo. Llevaba a cuestas un costal del que sacaba fotografías, cartas, jarrones, apuntes, llaves y una cantidad de cosas que exhibía con orgullo ante quienes se tomaban el tiempo de atenderlo. Lo único qué pensé es en quién habría de cuidar de todos esos objetos una vez él tuviera que irse. Me dio tristeza. ¿Qué será de nuestras cosas cuando nos vayamos?
Al tiempo, como a la vida, como al universo mismo hay que dejarlo circular. De lo contrario se nos terminará fugando  de las manos, como la cometa de agosto. Convertido en tosquedades y malquerencias de las que nos habremos de avergonzar toda la vida. De las que querremos deshacernos, aunque sean pegajosas y aceitadas, como goma de mascar, pegamento epóxico o algún poderoso e indestructible adhesivo, de esos que venden en las ferreterías especializadas para recomponer cosas rotas. Los pegamentos sólo sirven para consolarnos, porque bien sabemos que aquello que se rompe nunca queda igual, y que sustituirlo por algo nuevo no soluciona el todo de la ausencia.
A los objetos, a los seres, a las ambiciones, a los sueños hay que dejarlos fugarse hacia donde su trayectoria instintiva las haya de llevar, sin consultárnoslo, sin pedirles que se queden. A los días, como a los minutos, como a las palabras, hay que dejarlos descansar.
A los errores, a los desaciertos, a las frases equivocadas, hay que permitirles viajar por la tubería, hay que dejar que los sifones del acueducto distrital los arrastren hasta algún afluente cercano, para no verlos de cerca. A los temores hay que dejarlos hablar sin usar mordazas, para que al bajar se vayan confundiendo con el contenido de los demás sifones. A los secretos hay que dejarlos vivir silentes hasta el día en que quienes los oculten, en que quienes los almacenen con cuidado, se vayan del mundo. A los recuerdos, a los buenos recuerdos hay que dejarlos dormir hasta que un día decidan venir a visitarnos. Y eso es lo que estoy haciendo.
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