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Antes de Santa Clauses y otros especímenes importados a la fuerza desde polos lejanos. Antes de que en nuestros Andes y sus poblaciones –Guachucal (Nariño) y Cochabamba (Bolivia) entre otras– las llamas, alpacas y vicuñas fueran devoradas y desterradas sin piedad por rebaños advenedizos de renos, antílopes, trineos y muñecos antropófagos de nieve con sus fálicas narices de zanahoria, todas las cosas por esta época parecían un tanto menos artificiales.

Había pesebres con estatuillas de yeso o poliéster y pisos verdes y antiecológicos poblados por el quórum de reyes magos aguardando por la llegada impuntual del mal llamado Niño Dios. Había buñuelos, natillas, lechones, dosis diluvianas de aguardiente y golosinas que aunque plagadas de grasas, harinas y sacarosa, y que, si bien elaboradas con las bases en polvo instantáneas de Maizena, Almidón Yucarina y Sumaíz, tenían algo, quizás muy poco, pero algo de colombianos.

No había ciclorrutas nocturnas ni notas de fin de año desde el Parque El Virrey con Carolina Cruz y Laura Acuña. Abundaban las Chispitas Mariposa (Las luces de bengala para niños) y las Estrellitas Torero (¡Cómo brillan!, iluminan tu alegría).

Está bien: La Navidad y sus festividades circundantes son fiestas paganas. Jesús no nació en diciembre, ni lo hizo de seguro hace exactamente hace 2007 años, aunque el Almanaque Bristol y los Almacenes Carrefour, Tía y los Aguinaldos de Tropicana y Candela nos lo sigan repitiendo cada 12 meses. Pero en algún momento, en un pasado que ya no es, el transitorio éxtasis del momento lo justificaba.

Pero hoy, más que en cualquier momento, la palabra Navidad ha ido envolviéndose en un manto de billetes y recibos de datáfonos, y abandonando al tiempo esa supuesta esencia pía de otros tiempos.

Y es que, si miramos al asunto como está, ¿no hay acaso cierto olor a extranjerismo arribista en las navinieves y los icopores circulares, los gorros rojos semifrigios, los calcetines adheridos a las bocas de las chimeneas de Bogotá, los bastoncillos de dulce, las fotos con Papás Noeles, contratados de seguro por las respectivas entidades administradoras de centros comerciales, sus barbas de algodón, sus mejillas sonrojadas a punta de Yanbal, y sus vientres agrandados con espuma? Y sobre todo en los Merry Christmas, por lo general mal escritos y peor pronunciados en las vitrinas rebosantes de prendas con fecha de caducidad en tenderetes y almacenes, ansiosas por ser adquiridas a crédito y convertirse en regalos.

¿Y qué decir de las películas de temporada? Ya desde los tiempos de un aún impúber Macalay Caulkin y sus escenas en Rockefeller Center de Nueva York, se veía que las cosas estaban por empeorar. Ya he visto una o dos listas para ser exhibidas, muy a pesar de aburridos padres y tíos, que obligados tienen que hacer su visita de rigor a los múltiplex según el capricho de los pequeñuelos.

Ya me imagino las leoninas contrataciones que se entregan a los empleados temporales que acceden a la ennoblecedora labor de engalanar el comercio con su papanoélica presencia.

Tendrán que admitir con estoicismo las impertinencias de los pequeños que, cual diminutas bestezuelas querrán jalar sus pelambres emblanquecidos, pinchar sus enormes panzas de goma, arrancar sus ropas como souvenir decembrino, desgolletar a sus acompañantes osos polares o pedir milagros irrealizables. Tendrán que soportar la deshidratación por causa de las altas temperaturas a las que el más resistente cuerpo sucumbiría con altas dosis de sudoración y termocefalia.

¿Qué tal esos cantos de tradición lacrimógenos y depresivos a cual más de ‘Mamá: ¿dónde están los juguetes?, mamá: el niño no nos quiere’, quizá una versión algo más antigua y criolla del Do they know is X-mas de la Band Aid, en cabeza de Bob Geldof. O la plegaria lastimera de Marco Antonio Solis: ‘Llega Navidad, y yo sin ti, en esta soledad, recuerdo el día en que te perdí”. O el poco varonil canturreo de un aquel: ‘Las X-mas, I gave you my heart, but the very next day, you give it away’.

Papás Noeles hay para todos los gustos y economías. Está aquel vestido a la fuerza de azul por los ejecutivos de publicidad de Comcel, como también imagino que el Santa Claus del Club Deportivo Los Millonarios tampoco debe llevar su característico atavío escarlata. Los hay verdaderamente obesos, así como engordados mediante almohadas, papeles periódico y demás estrategias baratas de maquillaje. Los hay chibchas, que son la mayoría, como también sajones, que son una minoría, no importa cuánto se esfuercen quienes los representen por parecer así. Los hay de barriada y de hotel cinco estrellas.

Un asunto digno de especial mención en el marco de este memorial de consideraciones a propósito de la Navidad es la extraña forma como durante estas fechas del año los taxis parecen convertirse en un servicio escaso e inaccesible. Quizá todos aquellos para quienes, por dificultades económicas de todo tipo pareció estar vedado el uso de este tipo de transportes en los meses previos al actual, ahora, envalentonados por las primas decembrinas deciden acapararlos todos sin mayor miramiento. Entonces los otrora taxis libres se convierten en la antítesis de su nombre y la ciudad se torna un tanto más insoportable que de costumbre.

No todo, sin embargo, es digno de ser criticado. Mucho bien hace a nuestra sufrida clase media e incluso a los ejecutivos altos de determinadas compañías cuyo nombre de momento no he de mencionar la llegada de anchetas, cargadas, según el caso del homenajeado, con distintos ingredientes acordes con su declaración de renta.

En la ancheta del pobre no puede faltar el vino de cosecha reciente, bien sea Z, o de aquel espumoso al que llaman Madame Collete, bien promocionado en los 80 por la entonces gloria del pugilismo colombiano Miguel ‘Happy’ Lora. Tampoco merece llamarse como tal una ancheta en la que no haya sendas latas de atún y sardinas, almendras francesas, una lata de aceite de oliva ‘del barato’ así como también las clásicas galletas octagonales cuidadosamente pintadas con un mosaico que recrea al viejecillo dadivoso del Polo Norte.

Por otro lado, la ancheta de rico, que no suele llevar tan plebeyo nombre, siempre estará ataviada con su buena dosis de Cranberry Sauce, chocolatitos Ferrero Rocher, turrón de alicante, arenques en vinagre, cerezas chilenas en Almíbar y la inevitable botella de escocés. Al final tanto la una como la otra serán engullidas sin misericordia y sólo quedará el celofán arrugado y la canasta vacía.

Con respecto al Año Nuevo y lo mucho que extraño al gran Víctor Hugo Ayala interpretando las notas marciales del himno de la República de Colombia, a las Teletones de fin de año en cabeza del gran Carlos Pinzón, a La Gran Fiesta de los Hogares Colombianos desde la Plaza de Bolívar con la presentación de Los Nada Qué Ver, Los Tupamaros y Guayacán, además de los augurios del año por venir, estaré hablando en unos 10 días.

Mientras tanto voy agradeciendo a los no más de cinco lectores de las presentes letras su fidelidad a El Blogotazo durante este agonizante 2007, y sus siempre bienvenidos comentarios críticas e insultos a las ideas en él expresadas.

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