Crónicas de Gelatina: parte 1. «Si no llega la felicidad, busca la experiencia»
El modo “viaje” es mi faceta favorita. Es la versión de mí que más me gusta. Siento que es el momento en el que confluyen las premisas vitales que quisiera aplicaran todas las personas: atraer lo que se quiere, aceptarlo como venga, compartir, agradecer y dejar ir, soltar. Pero bueno, tuve que conocer que tengo una enfermedad crónica y resignificar ese hecho para comprender la complejidad de algo tan simple. Justo cumplí el viaje soñado cuando parecía imposible, en especial por la limitación física que me produce un temblor de manos, el temblor de la gelatina, y estoy plenamente convencida de que es una realidad que yo misma construí desde mi lugar espiritual, ético, social, cultural, en fin… por eso queridos lectores y lectoras, quiero dedicar algunas entradas a compartir las vivencias placenteras y tensas que más me marcaron. Pido de antemano excusas por tres cuestiones: mi silencio durante las pasadas dos semanas, la verdad la ansiedad me impidió escribir; el tono personal excesivo que pueden llegar a tener mis palabras y el aumento en la extensión de lo escrito. Sólo quiero compartir detalles y reflexiones sobre mi experiencia como una inspiración para ustedes.
Viajé durante dos semanas a Estados Unidos como un escape de las rutinas propias de la enfermedad. Y no hablo únicamente de tomar medicinas a diario o algunas molestias físicas, sino de esas preguntas profundas que me he hecho en los últimos años sobre la felicidad. Es inevitable reflexionar sobre ésta todo el tiempo, cuando el presente cambia tan rápidamente que resulta cada vez más difícil augurar futuros, esos planes “normales” de la gente “normal”. Apliqué al pie de la letra una frase que leí alguna vez en una postal: “si no llega la felicidad, busca la experiencia”. Ese delgado cartón rojo con letras blancas se volvió un llamado imposible de ignorar. Un mensaje simple, colgado con un chinche en la pared frontal con la que colindaba el escritorio de trabajo de una buena amiga. La había traído en uno de sus viajes a Cuba a estudiar. Bonito augurio aquello del origen viajero del papelito inspirador.
Inicié mi aventura llegando a Nueva York de noche, un regalo maravilloso después de completar más de doce horas de viaje entre retrasos y cambios de vuelo. Es una ciudad inmensa, sí, con un colorido juego de luces y rascacielos que quitan el aliento. Una ciudad que imaginaba individualista, despiadada y violenta pero que me ofreció de bienvenida, dos personas desconocidas que desinteresadamente nos prestaron sus celulares para hacer unas llamadas urgentes a nuestra llegada. Una ciudad que va a gran velocidad y pudo absorberme incluso a mí en su ritmo frenético, la ciudad que no duerme y habla mil idiomas acogió sin problemas a la temblorosa Carolina y su acompañante. Una ciudad que de día y de noche es una oferta infinita de experiencias. Hay de todo para todos y todas, sólo hay que tomar la decisión de aprovecharla al máximo, corriendo el riesgo del agotamiento.
En uno de esos días me lancé a la experiencia de visitar el Museo de Arte Moderno MoMa. Algo común entre turistas ya que es uno de los íconos de la ciudad, un deleite para quienes disfrutamos del arte por lo conocido en el colegio, la academia, las películas o la cultura popular. Un espacio de élite también, hay que mencionarlo. En mi caso, por mis raíces, mi formación y mi origen “burgués” que llamarían algunos, recorrer museos de arte siempre me ha brindado gran satisfacción. Mi visita fue de cuatro horas de calma y contemplación en contraste con el movimiento desenfrenado fuera del recinto, en las calles y avenidas. Me topé con pinturas que se han vuelto íconos de la cultura mundial: Frida Kahlo, Pablo Picasso, Vincent Van Gogh, Andy Warhol, todos allí reunidos en sus obras, tan cercanas y apreciables. Litografías de Henri de Toulouse Lautrec y obras contemporáneas de Robert Heinecken, la lista de artistas, diseñadores y arquitectos es inmensa. Agradezco mucho haber tenido la oportunidad de disfrutarlo.
Hacia el final, llegué a una amplia habitación dedicada exclusivamente a dos pinturas expresionistas de Claude Monet. Es difícil poner en palabras las sensaciones ante tales obras inmensas, “Water Lilies” ocupa casi totalmente una pared de al menos 6 metros de largo y había al menos veinte personas apreciándola, pero fue como si por un momento todas ellas desaparecieran. Sólo fuimos Monet y yo unos segundos entre suspiros, un encuentro íntimo con unas pinceladas que no plasman la realidad per se, como lo haría una fotografía, sino que producen sensaciones, movimiento y de pronto una siente el viento, escucha el agua, huele el pasto y las flores. Sublime. Al salir de mi estado de éxtasis conversé con mi acompañante y la charla me llevó a preguntarme si habría experiencias similares en las y los otros visitantes. Tuve la tentación de preguntarle a un hombre que llevaba varios minutos sentado contemplando la obra, pero no quise pasar por atrevida. Me traje las sensaciones conmigo y la intención de escribir sobre ellas. ¿Fui feliz allí?, ¿eso que experimenté “es” la felicidad? Se pareció mucho a lo que creo que es y lo más interesante es que no necesité la mediación de nadie, estaba en el lugar que era, con mi placentera soledad momentánea y todo fue perfecto.
Me digo ahora en retrospectiva, que a pesar de que mi encuentro expresionista fue en la capital del mundo, tal sensación de acontecimiento es posible allá y en cualquier lugar. A mi llegada vi de nuevo la serie “Ways of seeing” de John Berger dónde basado en lo escrito por Walter Benjamin en 1936, habla del aura de las obras vistas en original. Siempre me ha fascinado esa sensación, no porque implique una aproximación de élite a las obras o una inmersión en la “alta cultura”, sino porque por un momento me permite tener una experiencia propia, única, en estos tiempos de grandes industrias mediáticas, colmadas de reproducción masiva y superficial. Sin embargo, la cultura es la construcción de lazos, dijo palabras más, palabras menos León Tolstoi, y me es imposible no compartir esta experiencia, así sea narrándola, y preguntarme cómo otras formas culturales también pueden llevar a eso, hay tantos caminos…
Es cuestión de actitud y de qué tanto sentido excepcional queremos darle a la vida. Yo siento que a veces me excedo un poco en dar trascendencia, pero ya a estas alturas me he dedicado a disfrutarlo y compartirlo con el único propósito de que quienes me rodean se contagien y salgan de sus rutinas. ¿Un propósito de construir lazos, cultura? SÍ. Una invitación a encontrar la felicidad (no “quedarse” buscándola) en la experiencia, sublime o no, depende de cómo se perciba y qué tipo de vivencias atraigamos para nuestras vidas. Una pintura de Monet se puede ver como un montón de manchones incomprensibles o volverla un placer especial, así como uno puede odiar un día lluvioso o soleado o disfrutarlo porque es así y ya, depende de cómo se mire. Pregunto entonces, ¿hace cuánto no hace algo sorprendente por usted mismo o misma?, ¿cuándo fue la última vez que se regaló un momento sublime? Ahora es cuando, le sugiero, y verá cuánto bien le hará a usted y su entorno. Prometido.
Comentarios