Cuando yo era niño, ir a cine era muy distinto. Quienes pasamos de los 30 vivimos la experiencia de ir a una sala ubicada en el centro de la ciudad o en nuestro barrio y teníamos que elegir la película antes de salir de casa pues, a diferencia de hoy, cada sala proyectaba una sola película en cuatro funciones (aunque algunas pasaban el mejor plan para el desprogramado: Rotativo de dos películas).
Las salas eran gigantes y, muchas de ellas, elegantes teatros en donde era mal visto comer y hablar en voz alta. No había celulares que interrumpieran la función, ni combos extragrandes que nos distrajeran de la historia mostrada en la pantalla. Pero ver cine entonces también tenía sus inconvenientes, pues cuando llegaba la mejor parte aparecía un chocante letrero en la pantalla que decía: “Los invitamos a disfrutar de nuestra confitería”. En ese momento salíamos de la sala y de la historia y regresábamos a la realidad, de la que después nos costaba desconectarnos.
No vuelvo a cometer el error de sentarme en una esquina del teatro y perderme la película por ver en vivo y en directo algunas escenas que escandalizaría a Von Trier o un derroche de cariñitos melosos de tortolitos que encontraron en el teatro al mejor cómplice de su aventura. No señor, hoy me hago justo en la mitad de la sala en donde puedo ver mi película en paz y tranquilidad. Pero mi tranquilidad no dura mucho cuando siento justo en mi espalda las patadas rítmicas de alguien acostumbrado a poner los pies sobre los muebles en su casa y que ahora disfruta a sus anchas de la película a costa de mi neurosis. Respiro profundo y pienso en la paciencia que hay que tener con los niños, que aún no se acostumbran a ir a cine, hasta que descubro que el niño en mención tiene 20 años y se ríe con sus amigos a carcajadas ante mi reclamo de “por favor no me patee”.
Justo en la butaca de adelante está sentada una parejita. Él se mete grandes manotadas de crispetas a la boca y mastica ruidosamente y ella se aferra a su brazo como si se le fuera a escapar. Él ya vio la película y nos regala su versión con comentarios hechos con la boca llena de crispetas mientras ella, que no ha entendido nada desde el principio, pregunta hasta lo más obvio. Dos filas adelante oímos la discusión entre dos espectadores porque, al parecer, uno de ellos lleva media hora tomándose la gaseosa del otro.
A pesar de que al inicio de la proyección salió un letrero gigante pidiendo que apagáramos nuestro celular, la sala parece ahora un inmenso campo de cocuyos. En todos los rincones se ven lucecitas y me cuesta creer que algunos hayan pagado una costosa boleta solo para ir a hablar por whatsapp o jugar. En la mejor parte de la película suena el éxito reguetonero del momento y un señor contesta con un tono bajo de voz que poco a poco va subiendo. Dice que está en cine, viendo una película buenísima, que no puede hablar, que se demora, que el papel lo tiene la secretaria, que no puede hablar, que se encuentran más tarde, que el carro sigue en el taller, pero que no puede hablar. 10 minutos después cuelga.
Es una buena vida esta de ver películas, leer sobre películas, enseñar a ver películas y descansar viendo películas; pero ir a una sala de cine comercial se ha vuelto cada vez más intolerable para nosotros, los neuróticos puristas del cine. Por eso ahora busco la soledad en las salas, las películas que pocos quieren ver y los horarios extremos a los que nadie quiere ir. No sé si soy más cinéfilo, más exigente o si, como Caicedo vaticinó, me estoy convirtiendo en otro nosferatu del cine.
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Espere en mi próxima entrega: Maestros de película Para ver otros textos sobre cine y cultura visita Jerónimo Rivera Presenta Sígueme en twitter: @jeronimorivera Escucha «Tiempo de Cine», jueves 8 pm en www.unisabanaradio.tv Anteriores entradas:
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