Ingresa o regístrate acá para seguir este blog.

Mi abuela tenía razón. Era sabia la vieja Filomena. Cada vez que pasaba algo en la ciudad o en el país, y que era tema de conversación en su casa a la que sus seis hijos y siete nietos llegábamos para devorar los kibbes enormes que solía freír en una tarde de domingo, la abuela, con esos sorprendentes ojos de color avellana, soltaba leves murmullos en su árabe natal, hasta que de repente, agitando el cucharón con el que cocinaba y que todavía olía a canela, sentenciaba en un mal hablado español: “esa no sa veía antes mijus. Todo tiempo basado fue mejor”.

Hoy, mientras leo la prensa nacional con las noticias que registran en Bogotá, Barranquilla, Cali, Medellín  y Cartagena, (solo por nombrar algunas) me doy cuenta de que nosotros, los ciudadanos, cada vez estamos más a merced de la delincuencia. No importa qué estemos haciendo, dónde, ni con quién. Puedes estar sentado en un confortable restaurante tratando de arreglar al mundo en medio de dos cervezas y una carne al carbón rodeado de tres amigos, cuando de repente, sin saber de dónde diablos salieron, dos hombres a punta de pistola te despojan de todo lo que tienes. Ni siquiera la rica punta gorda, a la que aún no le has pegado un mordisco, se salva de los asaltantes.

Lo peor es que esta nueva generación de delincuentes tiene dos cosas que la de los atracadores de mi época no tenían; los de ahora parecen tener poderes sobrenaturales que les permiten saber a qué hora un turista que recién desembarca en el aeropuerto de Barranquilla –si a ese adefesio vergonzoso se le puede llamar aeropuerto—llega a la puerta del hotel donde se va a hospedar. El visitante no ha puesto un pie en tierra y ya el atracador, arma en mano, le pide que saque el fajo de dólares que tiene en el bolsillo izquierdo de su chaqueta.

Lo segundo que tienen estos delincuentes, y tal vez lo más peligroso para los desprevenidos, es que a esta nueva gama de asaltantes les importa un comino la vida. Pueden asesinar a una señora que no quizo entregar su viejo celular de treinta mil peso en un bus urbano en Barranquilla, o matar a sangre fría a un peatón que se negó a ser despojado de su bicicleta en la carrera séptima en Bogotá. Lea aquí: El asesinato de Cielo, la modista

No son atracadores. Son asesinos que atracan y han invadido las principales ciudades del país, acorralando sin cuartel a los ciudadanos que ya no se sienten seguros ni en la puerta de su casa.

Estos, los atracadores de última generación, no responden a códigos de honor –que hasta en los delincuentes antes existía—y ahora no les importa disparar, acuchillar o estrangular a su víctima con tal de obtener lo que querían: un Rolex de 35 millones de pesos, o un celular de 60 mil.

Nunca pensé en extrañar a los verdaderos atracadores. A esos que, cordialmente, te pedían “la billetera”; el celular; o “algo que lleves por ahí”. Lo tomaban con delicadeza extrema y se despedían tocándose con un gentil ademán de cabeza. Como el día en que estaba hablando por celular en plena calle y alguien me tocó el hombro. Era uno de ellos, de los atracadores de la vieja guardia, que esperó paciente a que terminara de hablar mientras me observaba con un revolver plateado e intimidante en la mano.

Tengo que colgar, porque me están atracando– le dije a mi esposa con quien hablaba en esos momentos.

Gracias turco– me dijo el descarado, quien se fue sonriente.

Pero hoy, en un atraco, existe una alta posibilidad de muerte. El desprecio por la vida y el uso excesivo de la violencia para obtener sus fines, han hecho de las calles una jungla de cemento donde sobrevive la ley de los más fuertes, es decir, el que tiene el arma en la mano.

Para Jaime Pumarejo, el alcalde de los barranquilleros, la única forma de asestar golpes contundentes a la criminalidad es con la unión de esfuerzos: “Tenemos que juntarnos todos y cambiar para darle paz y tranquilidad a los que salen a ganarse la vida dignamente».

Frente a esta situación -que tiene a la fuerza pública contra las cuerdas y a los alcaldes desesperados para garantizar la seguridad de sus conciudadanos- los mandatarios locales han reforzado estrategias que permitan hacerle frente a este flagelo en el que asesinos fungen como asaltantes. Son esos que van a quitarte todo, hasta la vida.

En Barranquilla, por ejemplo, el alcalde Pumarejo le ha puesto el pecho a la situación y desde la autocrítica propone soluciones para cortar de raíz con la inseguridad en las calles de la ciudad. “El atraco es el delito más común, y el que más daño nos hace. La ciudadanía, con toda razón, está pidiendo resultados que no ve. Es evidente que todas las instituciones, todas, estamos fallando, con estrategias que hasta ahora han sido inferiores al desafío que tenemos por delante”. El mandatario añadió que eso “involucra desde la inversión social focalizada, hasta una mayor contundencia en la actividad policial, procesal y carcelaria, pasando, por su puesto, por una normatividad y jurisprudencia más consecuente con las actuales circunstancias”. Para el alcalde de los barranquilleros, la única forma de asestar golpes contundentes a la criminalidad es con la unión de esfuerzos: “Tenemos que juntarnos todos y cambiar para darle paz y tranquilidad a los que salen a ganarse la vida dignamente.

Y si por Barranquilla llueve, en Bogotá no escampa: la capital del país también está asediada por la delincuencia. Los atracos, fleteos, hurtos a establecimientos, robo de bicicletas y celulares, así como los asesinatos producto de los intentos de atraco son el pan de cada día y va mucho más allá de una mera percepción: es una realidad que estalla por múltiples causas. Para su alcaldesa, Claudia López, “la inseguridad en Bogotá tiene multicausalidad estructural por el contexto nacional de criminalidad y por ser una gran ciudad que se presta para generar y lavar grandes rentas criminales”. Y también tiene multicausalidad coyuntural “por los mayores niveles de desempleo y pobreza derivado de la pandemia”, manifestó la alcaldesa a los medios, en días pasados, para explicar el aumento de delitos y en donde el denominador letal son los incrementos en los niveles de hurto violento y homicidio.

El fenómeno de los migrantes, muchos de ellos en condición de miseria, han elevado –y hay que reconocerlo—la percepción de inseguridad. Pero no es la única causa ni son los únicos responsables de la explosión delictiva en las calles de las principales ciudades del país.

La pandemia ha multiplicado el desempleo, aumentado la pobreza y despertado en muchos los peores instintos por sobrevivir. Es por eso que hoy salir de tu casa es una verdadera aventura. ¿Me atracarán en el bus? ¿En la pizzería? ¿Mientras paro en mi carro en un semáforo? ¿A la salida del banco? ¿Me jugaré la vida saliendo para ir al mercado?

Es la realidad de muchos en distintas ciudades del país que saben que, en cualquier momento, en la mañana, tarde o a la noche, un tipo se les atravesará, revolver en mano, con la intención de robarle: el celular, el reloj, la plata…y hasta la vida.

Entonces me volví a acordar de mi abuela. De su manía por regar a las cuatro y media de la madrugada, de salir sola a hacer la compra con la plata metida en una carterita que resguardaba entre sus pechos y de sentarse en la puerta hasta altas horas de la noche para tomar tinto con galletitas árabes mientras escuchaba atenta las noticias que Marcos Pérez daba por la radio. Si mi abuela viviera, y quisiera hacer eso hoy, le robarían no solo los kibbes de colección que cocinaba, sino que se llevarían hasta el cucharón que huele a canela.

 

Compartir post