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Una vez un reconocido político –quien años después terminaría siendo Presidente de la República– me dijo durante una entrevista al terminar la rueda de prensa que él ofrecía en plena campaña electoral que “…la política se asemeja a una discoteca: a veces te toca bailar con una pareja que no te agrada”. Su respuesta pretendía justificar por qué, a pesar de haber sido crítico con determinado grupo político, al final aceptó la adhesión de ese mismo grupo en sus pretensiones presidenciales.

Las volteretas políticas no son nada nuevo en nuestro país. Hay senadores que han militado en múltiples partidos, y otros que han estado saltando de uno a otro según sea su conveniencia personal. La política en Colombia está permeada por un desagradable tufo de politiquería, de ahí la percepción ciudadana de que “no hay político bueno, sino unos menos malos que los otros”. Por eso vemos que la abstención se trepa a cifras impensables y que un gran porcentaje de los que votan, lo hacen por las “tejas para la casa”, “por los setenta mil” y, otros más exigentes, por “la camiseta, el pastel y los 60 mil”. Es un reflejo del tamaño de la decepción de un pueblo con sus líderes, a los que únicamente apoyan, en muchos casos, para sacarles cada cuatro años alguna tajada (miserable, además)  a cambio del voto.

¿Mermelada para todos?

No es directamente proporcional la “mermelada” que recibe un político con voz y voto decisivo en la Cámara y en el Senado, por apoyar una directriz presidencial –llámese Plan de Desarrollo o cualquier otro—a la microscópica gotita de miel que endulzará efímeramente a ese ciudadano común y corriente que condiciona su voto a alguna prebenda. Aunque en ambos casos las acciones son reprochables, es una muestra fehaciente que para los electores tampoco existen lealtades: no se vota por convicciones; no se milita por compatibilidad de criterio en determinado partido y mucho menos se apoyan propuestas de impacto nacional pensando solo en el bien común: todos pretenden ganar algo.

Es por eso que no logro entender la tormenta desatada por la “rebelión” del clan Char en contra de las directrices impartidas por Germán Vargas Lleras, líder del movimiento “Cambio Radical”, como si fuera el primer caso en el país. Esto, por el contrario, es tan frecuente que suena a “caramelo repetido”.

Germán Vargas Lleras. Foto: AFP / Raul Arboleda

Germán Vargas Lleras. Foto: AFP / Raul Arboleda

Para entender este ajedrez político, se deben analizar juiciosamente los resultados electorales de los últimos años en la Costa Atlántica en donde ha sido más que evidente que lo que pesa no es el partido, sino el apellido: en la Costa hay alcaldes y gobernadores, representantes y senadores, puestos por la llamada “Casa Char”, casi que sin depender del apoyo del movimiento al que pertenecen. Entonces es oportuno preguntarnos ¿Al final quién necesita más de quién? Pero la respuesta a ese interrogante no es fácil. Si bien Fuad  –el veterano cacique del clan- ha construido un fortín político, es justo reconocer que el respaldo de un líder de toda la vida y de peso nacional como Vargas Lleras (un político por naturaleza y conocedor como el que más de todo este tejemaneje de intereses, alianzas y conflictos) posicionó aún más la marca Char en todo el país, tanto así, que hoy –en parte por sus logros como buen administrador de una de las principales ciudades de Colombia, y en parte por el respaldo de un partido representativo de alcance nacional– Alejandro Char está en el sonajero presidencial.

De traición y conveniencia

¿Le cabe entonces razón a Vargas Lleras al llamar traidores a los senadores “charistas” que votaron a favor del Plan de Desarrollo? ¿Puede acusar de “enmermelados” a estos políticos por alinearse con el Gobierno? Sí y no. De alguna manera, ir en contravía de tu jefe político, el líder del partido al que aún tu grupo pertenece, es una especie de traición, pero es algo que, por desgracia,  se ve a diario en la política nacional y más aún en el centro del país. Y acusar al otro de recibir “mermelada” cuando el que acusa aún tiene las manos untadas de la que recibió, deja mucho que pensar.

Alex Char. Foto: Carlos Capella

Alex Char. Foto: Carlos Capella

Y es que a estas alturas del partido es impensable hablar de “lealtades” en la política. Es algo deseable, por supuesto, pero casi imposible de lograr: esa lealtad acaba, cuando se crecen tus pretensiones e intereses personales. Y en el caso de los Char han demostrando que, por lo menos para ser el primer grupo político de la región y uno de los de más peso en el país, poco o nada necesitan a Germán Vargas que, entre otras cosas, tuvo una paupérrima votación en esa región, quizá, porque desde entonces, la relación ya estaba fracturada.

¿Acercamiento al uribismo? Todo puede ser posible. Quizá las ambiciones del clan los terminen llevando por ese camino porque  en la política nada es seguro y, mucho menos, dura para siempre. Entonces no sería de extrañar, por  ese mismo trasegar de esta política “excesivamente dinámica”, que después de este vendaval los Char y Vargas Lleras vuelvan a ser ahora, mañana o dentro de un tiempo, “los mejores nuevos amigos”… porque en la política, como en el amor, nadie tiene la última palabra.

 

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