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Los bosques que se encuentran en mi interior son altos, tan altos que si miran hacía abajo pueden ver la tierra redondita, como quien la ve desde el espacio. El viento ondea sus ramas de un lado al otro al mismo tiempo, al mismo tempo.

Abajo en tierra firme corre un mono pequeño, no escapa de nada, corre porque le gusta. Salta porque le gusta, no compite con nadie. Su nombre es Douglas. Este sube a los troncos y brinca de par en par arrancando frutas y dejando caer sus semillas. Su velocidad es impresionante y parece no agotarse.

Este monito es de un color café tostado, sus manos y patas son profundamente blancas, los cabellos que sobresalen de su rostro son amarillos y parecen fino oro recién pulido. Sus ojos son azules como pintados en varias capas, hechos a pinceladas tan resplandecientes como el mismo cielo que lo cubre. Es pequeño, no más alto que un bonsai. Simpático, él, sube hasta la copa de los árboles a recostarse sobre ellas. El bosque es amplio y no se ve su fin, es un verde inefable, pues el sol ilumina las ramas y permite ver la complejidad de su color.

En el bosque hay una lechuza, sus gigantes alas le ayudan a volar sobre todo el bosque y el color café de sus ojos resplandece al toparse con los rayos del sol. Al amanecer detiene su vuelo en una de las copas de los árboles para no confundirse con él. Al salir por completo el sol estira sus alas y deja ver toda su perfección. Los animales del bosque se concentran en ella, anhelando algún día acariciar su suave plumaje.

¡Está hecha por el creador del árbol más verde, más alto y más bello de todo este bosque! – Exclamó Douglas, a punto de desnucarse de tanto estirar su cuello para poder apreciarla. Ella desplegó sus alas y se echó a volar. Douglas memorizó cada detalle que había en sus ojos, cada detalle que había en su sonrisa. Subió hasta la punta del árbol en el que ella se había posado. Y aunque lo deseaba no encontró nada que le diera indicios de volverla a ver.

Douglas tiene un ritual todos los días antes de anochecer. Se acuesta sobre las gigantes hojas de los árboles a observar el cielo, apoyando su cabeza en la palma blanca de sus manos. Mirando el cielo, espera hasta que anochezca para poder fijarse en las estrellas cuando estas empiecen a florecer. Esa tarde, mientras observaba detenidamente y pensaba alguna estrategia para volver a ver las bellas plumas de la lechuza, ella pasó. Batía sus alas despacio y en su rostro llevaba una expresión como quien acaba de recibir la noticia más triste de su vida.

  • Lechuza, lechuza – Gritó Douglas.

Ella cambió su rumbo y planeó con sus alas hasta posarse en las gigantes hojas.

  • ¿Qué te pasa? – preguntó
  • Los humanos. -Respondió ella.
  • ¿Qué pasa con ellos? Llevan en cuarentena más de un año, los bosques florecen, los animales invaden las calles, volvimos a ver lo que creíamos extinto.- Dijo Douglas con voz nerviosa. 
  • Y aún lo están, pero por alguna razón siguen quemando, siguen destruyendo. ¿Ves esa nube gris al final del bosque? traté de volar hasta su final y no lo logré ver. Van a volver. – Dijo ella, mientras sus lágrimas caían en las gigantes hojas verdes de aquel viejo árbol. 

Douglas, inocente de la maldad que podría avecinarse, le prometió acercarse lo más que pudiese con tal de ver qué era lo que estaba pasando. Bajó del árbol a toda prisa, recordando la angustia de la lechuza mientras sus lágrimas caían. Corrió  tan rápido como pudo, saltando ramas y esquivando cuanto animal se le topaba.

Al llegar vio a los animales correr escapando del fuego, linces que se quemaban, las hormigas brotaban de la tierra que ardía como arden los volcanes antes de explotar. Pájaros carpinteros caían de los árboles sin poder respirar. Douglas quería con todo su ser detener aquella tragedia y comenzó a subir a un árbol sin importar que tanto ardiera. Desde lo alto, pudo ver a los humanos vestidos con trajes especiales y unas armas que lanzaban fuego. Aunque eran pocos de ellos, el daño que causaban era tan grande como el mismo bosque. Intentó bajar del árbol pero sus blancas palmas no aguantaron más y se vinieron abajo y con ellas medio bosque. Medio bosque que era tan alto que si alguien se posaba en las copas de sus árboles podría ver la tierra redondita, como quien la ve desde el espacio.

Para usted que se atrevió a leerme hoy….

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Tengo 27 años. Soy Productor de cine y televisión. Escribo poemas, cuentos y una que otra experiencia que vivo en mi entrenamiento de triatlón, bienvenidos!! Mi Instagram: @andres_albarracin mi twitter @1albarracin.

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