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Fue enorme el desconcierto que causó entre los colombianos la manifestación de miles de padres que salieron a defender un modelo de familia que aunque no prevalece estadísticamente en el país, sí es el que por siglos ha sido promovido por el cristianismo. En el fondo del asunto quedó claro que hay un sector importante de la población colombiana al que le causa terror que la sociedad vuelva más incluyentes sus espacios, para poblaciones particularmente vulnerables.

Hablemos puntualmente de la institución de la educación en Colombia, porque es ahí donde comienzan la mayoría de nuestras fallas como ciudadanos. La sociedad tan poco ejemplar que conformamos, tan violenta e intolerante, es el claro reflejo de lo mucho que deben mejorarse los procesos de enseñanza, afuera y adentro de las aulas. La línea que separa a la discriminación de la violencia es sorprendentemente delgada, y quienes promueven la segregación de una manera u otra le entregan nuevas posibilidades a los episodios de odio.

Como resultado de todas estas prácticas que se observan en muchas familias colombianas, que no precisamente enseñan a los hijos a ser los mejores ciudadanos, hoy por hoy los colegios son espacios en donde la discriminación y el matoneo toman una fuerza preocupante. Es rara la vez que un joven a una temprana edad no carga los mismos prejuicios que sus padres. Al mismo tiempo, las dinámicas de las instituciones educativas han llevado a que existan unos jóvenes más fuertes que otros, mejor adaptados al sistema de enseñanza y con un conjunto de capacidades que se adaptan mejor a la metodología del colegio.

Mientras que diversas formas de inteligencia son rechazadas por no cumplir con los estándares y necesidades de un colegio, la vida escolar de muchos alumnos se convierte en un total infierno, en donde la única alternativa reside en esperar que esos años pasen de manera rápida y con el menor dolor posible. Dicho así, el fenómeno del ‘bullying’ no resulta ser un accidente, pues quienes lo padecen siempre tienen en común el hecho de estar en condiciones de debilidad en medio de un obsoleto modelo educativo, basado en jerarquías y sistemáticamente excluyente.

Pero no todas las fallas de la educación en Colombia las tiene el sistema, en cabeza del Ministerio de Educación. Muchos de los problemas se encuentran en la falta de articulación entre lo que dicen y enseñan los profesores, y el ejemplo que dan en casa los padres. De poco sirve si un colegio trata de inculcar entre sus estudiantes el respeto hacia la diversidad, si luego en casa se encuentran con unos padres homofóbicos, racistas o machistas. Si desde sus propias casas a los jóvenes no se les enseña a respetar a todos por igual y a no hacer trampas, la mayoría de los esfuerzos complementarios de la escolarización no serán más que en vano.

Yo hace algunos años me gradué del colegio y recuerdo esa etapa como una inmensa paradoja entre la universalidad del conocimiento que cada vez se mostraba más emocionante, y los inmensos juicios y prejuicios que desde todos los horizontes eran lanzados. Siempre el estudiante más sobresaliente, calificado así por los propios profesores, opacaba a todos sus demás compañeros y a la vez los más fuertes matoneaban a quienes veían como presas fáciles. Durante casi toda la vida detesté el colegio y pasé la mayoría de mi adolescencia en medio de una fuerte lucha por el reconocimiento, en medio de esas miedosas jerarquías y mediciones que inflaban a algunos, mientras que a otros les quitaban todas las ganas de crecer académicamente.

El sistema educativo colombiano desde hace mucho tiempo necesita ser revisado en cada uno de sus detalles. Muchos de los mecanismos que aún permiten la exclusión de tipo social, sexual y racial, se encuentran en el corazón de las instituciones que los colombianos más respetan y admiran. Las luchas contra la segregación y la discriminación no siempre serán las más populares, pero sin duda se hacen cada día más necesarias, no solo en el sistema de la educación, sino también en campos como las religiones y la familia. Prueba de eso es la inmensa disfuncionalidad de la sociedad que conformamos, que ha permitido que desde la temprana infancia empiecen a imponerse etiquetas de débiles y fuertes.

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