La promesa de la renovación política ha sido una de las tesis más veces repetidas desde los partidos políticos en épocas electorales. Pero como tantos otros compromisos de campaña, el espacio para un relevo generacional ha sido aplazado e incumplido, mientras que los viejos pesos pesados se han aferrado hasta sus últimas fuerzas de un poder desde el cual poco les queda por ofrecer a la ciudadanía.
No cabe duda de que la política, como tantas otras actividades humanas, requiere de un ciclo natural de las ideas. Y más aún cuando los dirigentes de todas las orillas partidistas llegan a un punto donde sus propuestas y su visión del país se vuelven obsoletas. Es en ese momento que dar un paso al costado, de manera oportuna, debe entenderse como un acto de valentía y grandeza.
Pero lo visto en años recientes de historia política colombiana es que el retiro es visto como una opción cada vez más distante e improbable, por parte de una clase política que durante décadas se ha acostumbrado a vivir del ejercicio de los cargos públicos. La discusión no debe encaminarse hacia el desmérito del ejercicio de los funcionarios públicos, por lo que hay que evitar caer en lugares comunes que asocian la política con la corrupción de manera inherente y directa. Pero también una sociedad debe contar con la madurez suficiente para llamar desde las urnas al retiro de sus representantes.
Es en este punto donde vale la pena remontarse a una de las definiciones más sencillas, pero al mismo tiempo cargadas de revelación, que concibe el ejercicio del poder desde una perspectiva apegada a la ética. La ocupación de un cargo público, desde cualquiera que sea su rango y su alcance, debe entenderse como una oportunidad de construir. Y en ese sentido la única forma de poder que debería obsesionar a los políticos, es la de poder hacer.
Una noción tan sencilla de lo que debería ser la democracia, vista desde la realidad colombiana, no deja de sonar a una utopía inalcanzable. En medio del enrarecido panorama político, plagado de atajos y de triquiñuelas para llegar al poder, el retiro es visto como una acción propia de los derrotados, humillante y poco digna. Lo preocupante del asunto es que si la política sigue siendo entendida por los líderes desde la obsesión y el apego por el poder, su esencia como servicio de unos para otros se pierde para siempre.
No es una casualidad que a décadas del final de sus gobiernos, los expresidentes Gaviria y Samper se sigan enfrentando en un pulso por quién manda en el interior del Partido Liberal, mientras que las bases del Partido Conservador, a falta de otros liderazgos visibles, piden que sea el expresidente Pastrana el encargado de tomar las riendas del conservatismo. Y que no quepa duda que detrás de los reclamos de indignación del expresidente Uribe, y de su proclamación como salvador de una catástrofe, no hay más que un peligroso afán por regresar al poder, esta vez desde un partido construido desde el culto a su persona.
Conscientes del hastío que produce entre la ciudadanía el anacronismo de los más desgastados pesos pesados, los partidos políticos han utilizado la renovación a lo largo de las décadas como una de las más frecuentes banderas de campaña. Pero rara vez las promesas de surgimiento de nuevos liderazgos cumplen con las expectativas, mientras aumentan los casos decepcionantes de nombres nuevos que rápidamente adoptan las peores costumbres de la vieja clase política. La renovación no solo está en la edad.
Ante el constante reclamo frente a la falta de nuevos líderes en la sociedad, debe decirse que la situación solo empeorará si los mismos jefes que han controlado la política en las últimas décadas, persisten en permanecer en el poder. La verdadera renovación requiere de decisiones maduras por parte de los líderes más antiguos, que rara vez han llegado a ser asumidas en el momento adecuado. Son ellos quienes deben entender que el poder, antes de ser un privilegio por el cual se debe competir, es sobre todo una oportunidad para cortar los lazos con las peores tradiciones de corrupción y politiquería.
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