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Nunca en tiempos recientes habían tenido lugar tantos escándalos de corrupción como los que han salido a la luz pública en las recientes semanas. Y aunque virtualmente ninguna entidad pública colombiana se ha salvado de los funcionarios ventajosos, que sin rastro de pena tienen la especialidad de permear casi cualquier institución, muchos sectores de la ciudadanía muestran estar dispuestos a dar la pelea contra la cultura de la trampa.

Porque así como me atrevo a señalar que en Colombia la penetración de las redes de corrupción en las entidades públicas ha alcanzado niveles históricos, también es claro que pocas veces en la historia el tema había causado tanta indignación. De pronto porque al lado de las muertes y de las bombas en el marco del conflicto, la corrupción era percibida como un asunto secundario por los colombianos. O tal vez porque el mundo de las redes sociales ha permitido a los ciudadanos del común manifestar públicamente sus preocupaciones y acceder con mayor facilidad a la información sobre los escándalos.

Pero si bien la vigilancia ciudadana es una alternativa clave para la protección de los recursos, hay soluciones de fondo más efectivas que deben ser planteadas. Porque a pesar de que los corruptos le temen al escarnio público y a la cárcel, han logrado especializar sus actividades tramposas hasta el punto de alcanzar algunos de los más altos cargos del Estado, y actuar en beneficio propio o de sus favoritos sin tener que enfrentar consecuencias reales. No bastan la vigilancia y la condición observadora de muchos ciudadanos decididos a dar la lucha contra los corruptos.

Una de las razones más obvias, pero aún así desatendidas, que han dado lugar a la tragedia nacional causada por la corrupción es el hecho de que gran parte de los profesionales mejor preparados le huyen a la sola idea de trabajar en el sector público. Como resultado, no solo son privadas las entidades del conocimiento que miles de colombianos han adquirido en las mejores universidades colombianas e internacionales, sino que a la postre dejan abiertas las puertas de las instituciones a empleados menos capaces.

Para darse cuenta de lo real que es esta tendencia, solo basta con observar los currículos de los congresistas colombianos, o incluso de algunos de los más altos funcionarios, como Ministros y directores de entidades adscritas. Es una realidad palpable y estremecedora que el servicio público es evitado por algunos de los colombianos más talentosos, quienes observan mejores oportunidades y condiciones de trabajo en el sector privado y en la academia.

El trabajo en el sector público debe ser entendido como un servicio antes que otra cosa. En su esencia debe ser la decisión de un profesional capaz y preparado, de poner todo su conocimiento en función del bienestar de su propia nación; un acto de suma generosidad, sin duda. Pero hay una amplia gama de razones que lejos de motivar a los colombianos a ser trabajadores del Estado en algún momento de sus vidas, los llevan a evitar la función pública por principio.

Basta con plantear el caso hipotético de un profesional de una destacada universidad, con una maestría y una trayectoria profesional de varios años, que baraja la posibilidad de trabajar para una entidad pública en busca de aportar su conocimiento a la construcción de una nación en paz. El discurso tantas veces repetido del ‘granito de arena’, que retrata en esencia el deseo de muchas personas de hacer algo por su país.

Pero si los sueldos para los profesionales en el Estado son precarios, como usualmente ocurre, y siendo las posibilidades de ascenso determinadas en muchas ocasiones por favoritismo político antes que por talento y meritocracia, es el propio Estado el que aniquila la voluntad de muchos colombianos de entrar a hacer parte de sus filas. Pocos atractivos ofrecen el conocido atraso institucional de tantas entidades, las demoras en los pagos de sueldos de los funcionarios y el temor de cualquier profesional decente a verse en medio de escándalos de corrupción protagonizados por un jefe de entidad.

Mientras las instituciones públicas colombianas no ofrezcan incentivos a los profesionales bien preparados y decididos a construir país, se mantendrán las bases que han permitido a la corrupción degradar el nervio principal del ejercicio de la política. Contra viento y marea, los jóvenes deben apostarle a poner su conocimiento al servicio del país y a superar las barreras que la función pública ha levantado con el paso de las décadas en contra de sí misma.

Que esta, además, sea la ocasión para elogiar a los funcionarios públicos que han llegado a entidades estatales por convicción antes que por ambición. Solo gracias a ellos los colombianos podrán entender algún día que la política, en su definición, no es sinónimo de corrupción, ni implica la ausencia de principios, sino todo lo contrario.

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