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Los espías de la DEA y el FBI están más activos que nunca observando a Bogotá a través de sus satélites, pero la neblina y las densas lluvias lo impiden… Lo que han desmantelado, pero sobre todo lo que han visto sin poder desentrañar, supera cualquier expectativa: desde un submarino en Fontibón financiado por la mafia rusa hasta negocios con islamistas del grupo Hizbolá y Hamas. Como Europa exige visa a los colombianos, más cercano aparece el mundo árabe que el decadente y quebrado capitalismo occidental .

¿Por qué los parcos novelistas colombianos de los últimos años poco han aprovechado este hervidero de intrigas? ¿Se conforman los lectores con novelitas sin suspenso, sin aventuras, sin cojones…? Por eso entusiasma leer una novela de acción y desbordante intriga, aparte de un humor entre negro y lúbrico, como «El espía de la lluvia», de Jorge Aristizábal Gáfaro. Este escritor bogotano, experto en Kafka y en psicodelia, se atreve a sumergirse en la operación GREENBACK. Para los que no la recuerden, se trata de una operación de la DEA planeada en 1999 para desmantelar varias redes de blanqueadores de dinero que operaban entre Bogotá y Miami, importando computadores para el centro comercial El Lago. Sólo que Aristizábal Gáfaro aclara desde un principio que sólo copiará o traducirá el relato que un espía norteamericano, Graham, dejó sobre los detalles de esta operación. Vieja técnica narrativa que siempre suele funcionar.

Graham se centra en espiar los movimientos de la esposa del sospechoso. Se interna en su apartamento y conecta cámaras escondidas en la sala, la habitación y hasta el baño. La voluptuosa Daniela Eastman no tiene escapatoria. Y así la novela transpira erotismo por todas sus páginas-poros, porque el dinero, el poder, el mal y el bien se mueve por este deseo. El mundo podría definirse así: movimiento en busca de sexo. Sólo el arte serena este loco arrebato o frenesí. Y Aristizábal Gáfaro no descuida a su vez de embadurnar de plástica algunas páginas de la novela: mientras el esposo pasa por ser un fotógrafo profesional, Daniela Eastman es pintora de modelos (a veces de hombres, a veces de mujeres), y sus desnudos son tan sublimes que nuestro ardor sexual parece desaparecer. ¿Por qué? Porque en el arte «el sexo es un ropaje del cual el cuerpo se despoja para lucir otro, el de la belleza que aplaca el deseo al desafiar al pensamiento». Más aún, la muchacha voluptuosa que en la calle nos perturba, al reaparecer en el lienzo nos inspira un silencioso asombro: «la verdad palpita más allá de las vanas apariencias».

Daniela, a quien el espía Graham vigila horas y horas a través de la pantalla, resulta una sólo breve apariencia de las perversidades que hacen su marido y su tío, cuyos nexos con la mafia turca financian a los grupos fanáticos del Islam: Hizbolá, Hamas, Al Qaeda. ¿Acaso sabe el marido que está siendo vigilado y pone como carnada o entretención a su bella esposa? Los espías van detrás de sus perversidades, pero Graham no puede evitar deleitarse cuando Daniela se desliza semidesnuda por los corredores o se extiende en la cama. «Tiene una piyama de dos piezas, así que los brazos y las piernas, al contacto con una extraña claridad, revelan la piel alabastrina, casi traslúcida y cuya tibieza yo adivino y se hace electricidad en mis entrañas». Una señora galerista intenta seducir a Daniela, y sus palabras acarician tanto como cuando le va levantando la blusa a la sensual pintora: «tienes un vientre perfecto, casi puedo verme en él…». Pero la regla de oro del espía es «ver y no tocar». Contrario a este erotismo de alto calibre, sin embargo, están las vulgaridades del espía Nick, quien en sus ratos libres – según confiesa alguna vez – se va a Melgar a filmar películas porno entre las lugareñas y soldados gringos de las bases del Caquetá. Lo cierto es que por más aparatos tecnológicos de comunicación que puedan existir, estos espías tienen una visión del mundo borrosa y distorsionada. Nick describe a Melgar como «una aldea en medio de una selva, junto a un río que va a desembocar al Amazonas».

De la operación no podía saber ningún funcionario del gobierno colombiano porque fracasaría. De ahí también la imagen distorsionada. Esa falta de cooperación diplomática, quejémonos, se nota ahora mismo: mientras empeoran cada vez más sus relaciones internacionales del gobierno colombiano con casi todo el mundo (Uribe ya no tiene amigos en el hemisferio), en cambio, los narcos colombianos negocian con la mafia china, rusa, turca, pasando por grupos islámicos hasta tratar personalmente con varios presidentes democráticos de la región. Ninguno de los problemas colombianos es interno, como pretenden los perversos, menos en el mundo globalizado: porque en el Caguán, detrás de cualquier atentado, secuestro, balacera o asesinato hay algún interés internacional; cualquier delito desborda las fronteras; no queda impune en el universo.

Lo más divertido es el lenguaje: la novela está narrada con los giros y las expresiones del doblaje de las películas gringas: «¡Rayos!, ¡Cielos!, ¡Demonios!, ¡Vete al diablo¡» Puesto que los espías gringos hablan naturalmente en inglés, el relato que Graham escribe en español – que es en suma la novela – no puede parecerse a ningún lenguaje local: ni bogotano, ni antioqueño, ni mexicano ni de ningún país hispanohablante. Por lo tanto, el lenguaje mismo resulta una ficción. Ficción verbal de una ficción mental, eso es la literatura. Vale la pena leer «El espía de la lluvia», sobre todo en estas tardes en que no cesa la llovedera, el mal clima y los cielos nublados, para rabia de los satélites gringos.

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