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El tribunal de la Inquisición de Cartagena, Colombia,  fue levantado en 1610 por Juan de Mañozca y Zamora, un hombre graduado en letras de la Universidad de México y antiguo bachiller de Salamanca, España. Tenía una 
cultura conformista, es decir, suficiente para reconocer lo que no oliera a cristiano, y quemarlo. 

No era extraño que los inquisidores pasaran por una uni­versidad. Ya el humanista español Luis Vives había dado 
a entender que los odios de los ignorantes son inconsistentes, pero los de los sabios a medias, sólidos, tan sólidos como una pared sin ventanas. Sin luz de re­conciliación.

Mañozca detestaba el sopor caribeño que le hacía sudar las manos y borrar lo que había logrado escribir en sus pliegos de acusaciones. Como luego sería inquisidor en Lima y en México, había aceptado el cargo en Cartagena como escalafón, pero la pasó muy aburrido porque sólo pudo quemar a dos judíos, y en su persecución de brujas (mujeres inteligentes y sexualmente activas) no contaba con la ayuda de una población esencialmente africana, negra, comerciante. Cayó en la cuenta de que una Inquisición en pleno trópico no podía ser sino de­lirante, y no 
hizo mas que quejarse. 


Muchos años después, magistralmen­te, Mañozca salió retratado en una de las mejores novelas colombianas del siglo XX, «Los cortejos del diablo: balada en tiempos de brujas» (1970), del gran Germán Espinosa (1938-2007). 
Ya sabemos que la imagi­nación a ratos arroja más datos fidedignos que la historia documental. Por­que 
curiosamente Germán Espinosa imaginó cómo esos inquisidores de Cartagena azotan y flagelan cuánto 
pueden a Lorenzo Spinoza, un comer­ciante judío proveniente de Holanda. El reo Spinoza se cuelga del 
pescue­zo un letrero con la frase Deus sive natura, y los inquisidores se desesperan por sus explicaciones 
eruditas.

  -¿Es una frase del talmud? -rugió Mañozga, quitándose el jubón
de los hom­bros y arrojándolo lejos, como si se aprestara a librar una
batalla, no contra el réprobo, sino contra la temperatura que parecía
amazacotarse en aquella at­mósfera mefítica.

-No -dijo Lorenzo Spinoza […] Digo que no es del talmud palestino ni del talmud babilónico.
-¿De cuál Talmud entonces, coño de tu bisabuela?
-Vosotros no comprenderéis jamás -porfió el judío con el cuerpo desmazalado bajo los azotes- el sentido del 
Deus sive natura. No adoráis a Dios por amor, sino por temor. Y acabaríais adorando al demonio si se os 
apareciera. Es inútil. No me sacaréis una palabra más. Decid pronto lo que queréis que no gasto mis 
argu­mentos ante tontos. («Los cortejos del diablo», 2006: 88).

La ilustración a medias del inquisidor Mañozga -a medias también fue la de España y sus ex colonias- no ve 
otra cosa que no sean sectarismos. Nadie duda que ese inquisidor haya sido letrado (ese vago término que 
nutría de arrogancia a los hidalgos): pero es en esa pretensión intelectual donde des­cansa gran parte de la 
violencia del mundo hispánico. Hace falta en la prensa y en las universidades mucha heterodoxia: gente sin 
cadenas con ninguna secta o claustro o grupo económico, es decir, más brujas y brujos. De lo contrario, las 
cátedras universitarias y el periodismo y las columnas de opinión se parecerán mucho a la política, que 
sólo insiste en un solo aspecto de las cuestiones fingiendo ignorar todo lo demás 

— 
Sebastián Pineda Buitrago

Tomado en parte de mi ensayo «Baruch Spinoza y Ladinoamérica»: http://www.istor.cide.edu/archivos/num_42/notas.pdf
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Imagen: «Pescadores de almas», de Adriaen Pietersz van de Venne (1589-1662)

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