Aparentemente la idea de Facebook es hacer amigos. Pero los amigos suponen una comunidad en donde «se viva» y nacen de afinidades electivas, de compartir afectos y odios, de cierta coincidencia que en el Facebook se anula porque todo está fríamente calculado.
El Facebook gana a expensas del prójimo, no de su propio trabajo. Se aprovecha de la servidumbre de quienes entregan, voluntariamente, toda su información personal.
Ya cerré mi perfil de Facebook -más vale tarde que nunca- porque me estaba idiotizando con puros balbuceos, fotos y búsquedas inútiles. Porque el Facebook explota hasta la saciedad la vanidad, la mentira, el rencor, la envidia, la simulación, el engaño, la necedad, sobre todo la necedad. Lo bajamente romántico. Intimida. Sofoca. Arrebata aquellos placeres clásicos de la auténtica lectura: la lucidez, la inteligencia.
El Facebook anuncia una era pertinazmente fascistoide. Está convirtiendo a todo el mundo en policía, en espía, en voyeur de la vida ajena. Juega con el poder de intimidar al otro, con vigilarlo. Cumple a la perfección la orden de Mussolini: permitirle al individuo solo aquella libertad inútil y dañosa, para capturar y controlar de él lo esencial: su ocio, su tiempo libre.
El Facebook eleva la mentira al rango de lo sagrado. Hace tiempos los griegos advirtieron que las palabras no son otra cosa que representaciones de conceptos, verdaderos o falsos. No el mundo. Y el Facebook es una representación del mundo perversa por lo mediocre y simplista y porque, además, viene prediseñada y de antemano proyectada. Eso nunca será libertad de expresión.
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