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Lo mató la granizada de anoche

Había sobrevivido a la hospitalización la semana pasada, acaso gracias a los fuertes calores registrados, pero el frente frío número 50, lanzado como un vaho desde del Golfo-Monstruo de México, enfrió de nuevo la ciudad, ocasionó lluvias y hasta una fuerte granizada cuyo humedad helada penetró los resquicios de su casa en la colonia Paseos del Pedregal entrando a su cuarto, desordenando su biblioteca, perjudicando sus pulmones para siempre.
Acaso lo mató también el efecto del eclipse lunar: esa luz rojiza sin vida, luz secundaria, reflejo de un mundo muerto. Mi aplicación astronómica me notificó que un día como hoy, en 1967, se lanzó el Surveyor 3 con el fin de estudiar la superficie lunar. Ese mismo día de ese mismo año se encuadernaban en Buenos Aires los primeros ejemplares de Cien años de soledad.
Lo mató, según dicen, un largo cáncer linfático. La imagen de que fumaba como un murciélago la dibujó Vargas Llosa en Historia de un deicidio (1971), ese estudio insuperable sobre la saga de Macondo. A mí la metáfora me es muy familiar: de niño, los muchachos de mi barrio Los Colores en Medellín, le ponían cigarrillos en la boca a los murciélagos que se estrellaban contra el borde la piscina, y el quiróptero fumaba y fumaba como un anciano poseso. A otra gente se le hace inverosímil: ¿un murciélago fumando? Cosas de realismo mágico; cosas suramericanas…
Lo cierto es que en varias fotografías aparece con cajetillas de Marlboro rojo sobre su escritorio de periodista – aunque dudo que él haya sido periodista en el sentido neto del término: fue un escritor, siempre, desde sus columnas de juventud para el diario El Universal de Cartagena nunca escribió como periodista, de manera informal o impersonal, sin estilo, sino todo lo contrario; lo de periodista se lo inventó astutamente: no de otra forma los periodistas lo celebrarían; lo mismo su ideología política –que no se advierte en sus novelas–; lo mismo quizás su amistad con Fidel Castro, de quien dudo haya sido su «gran amigo».
Quizás ha evolucionado o cambiado mi visión política del mundo, la inculcada  por mi papá de los 60’s que de niño me leía Cien años de soledad, pero nunca mi admiración por tres o cuatro de sus obras imprescindibles:  1) El coronel no tiene quien le escriba. 2) Cien años; 3) el cuento «El último viaje del buque fantasma», y 4) algunas páginas de El otoño del patriarca, el comienzo de Crónica de una muerte anunciada y la descripción del río Magdalena en El amor en los tiempos del cólera.
Hubo un tiempo, por allá en la adolescencia, en que devoraba todo lo que saliera de García Márquez. No era difícil: en 1997 los medios colombianos se volcaron a celebrar los treinta años de Cien años de soledad y sus setenta años de vida; y en 1999 otro tanto hicieron al considerarlo el colombiano del siglo. La celebración a nuestro Patriarca Literario era frecuente desde el Nobel de 1982…
Me pregunto cuántos no quisieron seguir el camino de la literatura para alcanzar semejante fama…
Pero los caminos del Señor son inescrutables.
La última y única vez que hablé con él fue una medianoche del 17 de marzo de 2010. Venía yo por un callejón oscuro del casco antiguo de Cartagena con los del congreso de Estudios Caribeños III (¿o era el II?). Afuera de un restaurante vi que hablaba por celular el escritor Óscar Collazos. Lo saludé, de paso para mirar con quién cenaba a puerta cerrada.
Entonces lo vi.
Los tres gatos del congreso que andaban conmigo también lo vieron y se abalanzaron al restaurante a saludarlo.
–  No, yo soy el hermano  – dijo bromeando.
Nadie le creyó.  No me creería a mí nadie tampoco, sin iphone para un selfie, que había visto a Gabriel García Márquez y que me había puesto a conversar con él al final de una cena:
– Maestro García Márquez – le dije. – Estoy haciendo una historia de la literatura colombiana, movido en parte por una artículo suyo de 1955, “La literatura colombiana: un fraude a la nación”. Tiene usted ahí críticas espléndidas tanto sobre Luis Carlos López, el “terrorista de la poesía modernista”, lo llama usted, como sobre Tomás Carrasquilla, que no alcanzó a estructurar en casi cincuenta años de ejercicio literario una obra capaz de defenderse universalmente, no por falta de talento creador, sino por las limitaciones de su idioma localista, paisa, antioqueño – le hablaba como citándolo, parafraseándolo. Tanta era mi emoción…
–¿Te parece que estos son temas para una sobremesa? – me interrumpió Collazos, molesto de que el maestro hubiera entablado diálogo con un estudiante-escritor en ciernes…
–Sí, sí: El Tuerto López, qué buen poeta – prosiguió como si nada García Márquez pausadamente, recordando aquel artículo de su juventud. Y me agregó: – La vaina es que te va llevar mucho tiempo una historia de la literatura colombiana… –
 No sé qué le respondí, pero me sorprendió de que admitiera tertuliar en una sobremesa  temas literarios, desenfados, como si le hiciera falta…
A veces, durante ese breve diálogo, tuve que hablarle más fuerte porque no oía bien. Su esposa Mercedes Barcha, que fumaba y fumaba a su lado como ida, como elevada,  místicamente, convino en repetirle al oído lo que yo acababa de preguntarle:
–      ¿Qué quién es, entre los presidentes y poderosos que has conocido, al que más has admirado? – casi le gritó al oído.
Gabo siguió haciéndose el sordo.
La pareja que hacía con Mercedes Barcha me recordó otra pareja, la de Germán Espinosa con Josefina Torres, ese otro escritor colombiano y también caribeño con quien me senté muchas mañanas enteras a tomar tinto y a platicar y sobre quien tuve muchas ganas de preguntarle algo al respecto pero no me atreví…
–      Tenemos que seguir viéndonos – me dijo por último García Márquez, escrutándome con la mirada.
Pero me pareció ridículo pedirle el correo electrónico –decirle, por ejemplo, “maestro, déme su e-mail” (¡bah!)– o decirle, claro, mañana lo visito en su quinta, al lado del Hotel Santa Clara, a tomar limonada para pasar el calor de la tarde frente al mar amurallado.
Solitario, mejor salí al callejón oscuro.

 

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