Este domingo 15 de junio de 2014 hay elecciones en mi país. He revisado lo que opiné hace cuatro años a propósito de los candidatos presidenciales de Colombia, y básicamente podría pensar lo mismo.
Me aburre la repetición de la política –la de todas partes–, y he comprobado una cosa: aprendemos más leyendo sobre política del imperio romano hace dos mil años que, diariamente, los principales periódicos del mundo.
MIEDO y ESPERANZA son los dos formas políticas de someter a los electores.
Me da escalofrío el cinismo del presidente-candidato para admitirlo. Renuncia al presente para soñar(verbo detestable cuando lo usa un presidente) un porvenir a todas luces incierto. Pretende ganar con laesperanza cuando antes ganó con el miedo…
Me da escalofrío la esclavitud voluntaria de los periodistas de nuestros principales diarios al evitar pisarle los callos al presidente-candidato, al auténtico poderoso, para vilipendiar y ladrarle al simulacro de poder, al opositor. No insultan al dueño de la Finca, sino al capataz. Ni que fueran tontos…
Como la política es acrónica (¿intemporal?) he releído El político (1907) de Azorín.
El 25 de abril de 1907 Azorín es elegido diputado de Cortes por Purchena, un distrito de Almería en España. Entonces se pone a pensar –a imaginarse– candidato a la presidencia, y escribe un pequeño tratado renacentista: El político.
Azorín ya pasó de moda y casi nadie lo lee: prueba de su inmenso talento.
Digamos que Azorín aspirara a ser el jefe de Estado. La campaña electoral lo requiere de un lado para otro. Recibe gentes, conversa con unos y con otros, lee cartas, contesta emails, habla en público.
Tiene algo en su persona del campesino: se acuesta y se levanta temprano. Combina una hora de ejercicio con una hora de lectura. Desayuna frugalmente: su cuerpo tiene que estar sano y fuerte. Necesita de fortaleza para no dejarse amargar por lo que oye en la radio de camino a su oficina, ni aplanarse por las encuestas cuando se las muestran sus asesores.
Almuerza poco y despacio, como si no tuviera prisa de nada. Al caer la tarde, una vez que ha fatigado reuniones y plazas públicas, se retira a su casa de campo. Vive a las afueras. Ama las montañas. Los fines de semana sube a ellas; contempla desde arriba el vasto panorama de la capital, esa ciénaga de luces. Baja al anochecer a casa del mayordomo; se mezcla en su vida menuda y aprende de las sus necesidades, dolores y ansias de la nación entera.
Es difícil para las visitas; no recibe a todos, sino a contadas personas, pero disimula y endulza su negativa a los periodistas que le tienden trampas en sus preguntas. No otorga la simpatía a todos los que lo exaltan. No se desparrama en palabras.
No da en la candidez de creer en la famosa distinción entre el derecho y la fuerza. Y reflexiona:
“No hay más que una cosa: fuerza. Lo que es fuerte, es lo que es de derecho. La fuerza hincha y llena cosas e ideas; estas cosas e ideas, mientras están animadas de esta poderosa y misteriosa vitalidad, son las que dominan; pero la fuerza —este algo que no podemos saber lo que es y que llamamos así— va haciendo su rotación, va trasladándose de un punto a otro, va circulando; y de este modo, lo que antes vivía, muere; y nuevas cosas e ideas surgen, prevalecen y dominan. Ha dicho un filósofo que los humanos, no pudiendo hacer que lo justo sea lo fuerte, han hecho que lo fuerte sea lo justo. En este espejismo, en este juego consolador vive la Humanidad; se proclama el derecho, se grita por la justicia, pero en el fondo sólo hay una cosa: fuerza. La fuerza es la vida, y la vida es un hecho desconocido.
Los políticos se engrandecen y decaen en virtud de la savia que está escondida en ellos; nada podría detener su engrandecimiento, ni nada podría evitar su ruina; es un hecho fatal. No haga sobre ello filosofías ni sentimentalismos. Si aparentemente, muestro otra cosa, en mi su creencia íntima, profunda, sé que no hay en el concierto universal nada más alto que la vida, y que la vida es la fuerza, que surge y que se retira”.
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