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La tejedora de coronas

El mejor modo de homenajear a un escritor es leyéndolo, sobre todo si se trata de Germán Espinosa (Cartagena, 1938, Bogotá, 17 de octubre de 2007), el gran novelista colombiano que prefirió resolver por la calidad literaria lo que otros quieres resolver mediantes combinaciones maliciosas. El inicio de «La tejedora de coronas», novela insignia de las letras colombianas, habla por sí misma: 

«Al entrarse la noche, los relámpagos comenzaron a zigzaguear por el mar, las gentes devotas se persignaron ante el rebramido bronco del trueno, una ráfaga de agua salada, levantada por el viento, obligó a cerrar las ventanas que daban hacia occidente, quienes
vivían cerca de la playa vieron el negro horizonte desgarrarse en globos de fuego, en
culebrinas o en hilos de luz que eran como súbitas y siniestras grietas en una superficie
de bruñido azabache, así que, de juro, mar adentro había tormenta y pensé que, para
tomar el baño aquella noche, el quinto o sexto del día, sería mejor llevar camisola al
meterme en la bañadera, pues ir desnuda era un reto al Señor y un rayo podía muy bien
partir en dos la casa, pero tendría que volver al cuarto, en el otro extremo del pasillo,
para sacarla del ropero, y Dios sabía lo molondra que era, de suerte que me arriesgué y
desceñí las vestiduras, un tanto complicadas según la usanza de aquellos años, y quedé
desnuda frente al espejo de marco dorado que reflejó mi cuerpo y mi turbación, un
espejo alto, biselado, ante cuyo inverso universo no pude evitar la contemplación lenta
de mi desnudo, mi joven desnudo aún floreciente, del cual ahora, sin embargo, no
conseguía enorgullecerme como antes, cuando pensaba que la belleza era garantía de
felicidad, aunque los mayores se inclinaran a considerarla un peligro, no conseguía
enorgullecerme porque lo sabía, no ya manchado, sino invadido por una costra, costra
larvada en mi piel, que en los muslos y en el vientre se hacía llaga infamante, para
purificarme de la cual sería necesario que me bañara muchas, muchas veces todos los
días, tantas que no sabía si iba a alcanzarme la vida, costra inferida por la profanación
de tantos desconocidos, tantos que había perdido la cuenta, durante aquella pesadilla de
acicalados corsarios y piratas desarrapados que, transcurridos todos aquellos meses, con
el horror medio empozado en los corazones y la peste estragando todavía la ciudad, aún
dominaba mis pensamientos, apartándolos del que debía ser el único recuerdo por el
resto de mi vida, el de Federico, el muchacho ingenuo y soñador que creía haber
descubierto un nuevo planeta en el firmamento, el adorable adolescente que me había
hecho comprender el sentido de esos encantos ahora nuevamente resaltados por el
espejo, el orden y la prescripción del fino dibujo de mis labios, el parentesco de mi
ancha pelvis con la del arborícola cuadrúpedo, la función nada maternológica ni mucho
menos lactante de mis eréctiles pezones y, en fin…»


www.maestroespinosa.blogspot.com

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