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A cinco años de su muerte (octubre 17 de 2007) Germán Espinosa incita a una lectura de sus mejores obras, especialmente de La tejedora de coronas En 1969 están fechados los primeros manuscritos o versiones de esta novela, la más conocida y la más estética y ambiciosa de su producción. En varios entrevistas Espinosa dijo que recibió el impulso inicial cuando vio por televisión el alunizaje de Neil Armstrong. Es indudable tal inspiración porque la novela está llena de referencias astronómicas. Pero hay otro dato en el que la crítica poco se ha detenido. A finales de 1967 Espinosa se enfrentó con el techo más alto de calidad literaria con que un escritor colombiano podía encontrarse: Cien años de soledad. ¿Qué sensación le produjo esa lectura? Me parece que Espinosa sintió, ante esta novela exitosa, un desafío personal: querer igualar, acercarse, hacer una variación personal o hasta superar de algún modo la universalidad de Cien años de soledad. Pero también marcar distancia con la técnica y el estilo de García Márquez. Con el realismo mágico.

Insisto en que Espinosa tomó el aliento de novela total, enciclopedista y universal de Cien años de soledad. En su insuperable estudio, Mario Vargas Llosa dijo que:

«Cien años de soledad es una novela total, en la línea de esas creaciones demencialmente ambiciosas que compiten con la realidad real de igual a igual, enfrentándole una imagen de una vitalidad, vastedad y complejidad cualitativamente equivalentes. Esta totalidad se manifiesta ante todo en la naturaleza plural de la novela, que es, simultáneamente, cosas que se creían antinómicas: tradicional y moderna, localista y universal, imaginaria y realista. (Vargas Llosa, Historia de un deicidio, pp. 479-480)».
Pero también aparecen diferencias. En Cien años de soledad hay un Caribe interior. En La tejedora de coronas hay un Caribe exterior. Los habitantes de Macondo reniegan del mar. Le dan la espalda: son caribeños de río, de la sabana, de la ciénaga. En cambio los padres de Genoveva Alcocer y Federico Goltar, los protagonistas, son de oficio navegantes, marinos, comerciantes. El narrador de Cien años… es omnisciente, en tercera persona, aunque puede materializarse en la figura de Melquiades. La narración de La tejedora… está en primera persona, es Genoveva Alcocer. Y el orden cronológico de su narración se rompe por el fluir de sus recuerdos que se van relatando en círculos o espirales concéntricas: entre el Caribe y el Mediterráneo, entre Europa y América, teniendo como punto de partida Cartagena de Indias asediada por la flota francesa en 1697 cuando el rey de Francia, Luis XIV, ordenó atacar este puerto del Caribe, uno de los más importantes del imperio español, para que la Corona de España cayera en manos de los Borbones. 

A pesar de que las aventuras de Genoveva duren casi 80 años, hay una Genoveva que nunca envejece, que permanece joven a lo largo de la novela, que siempre se está refiriendo a los hechos anteriores al ataque de la flota francesa. El delirio narrativo y vital de Genoveva admite varias críticas. En términos de verosimilitud, la aventura real de Genoveva en Europa resulta creíble hasta su prisión en La Bastilla. Ya su reunión con el Papa en Roma, por intermedio de una carta de Voltaire, y hasta su viaje a Estados Unidos al encuentro de Washington, parecen ilusiones, irrealidades, achaques de su propia vejez. Ni ella misma parece creérselas. Hay en la novela zonas muertas. Los casi o más de 15 años que Genoveva permaneció en Cartagena después del ataque francés en 1697, por ejemplo. Porque es después de la toma de los piratas cuando su vida vuelve a tener sentido, es decir, con el encuentro con los geógrafos franceses que se detienen en Cartagena,  advierten su inteligencia, sus conocimientos empíricos sobre astronomía y su gran curiosidad y se la llevan, de 32 años, al puerto de Marsella, a involucrarla en el círculo de la masonería. Y ese papel de Genoveva como cortesana de los masones hace que los geógrafos, cuando se acuestan con ella, conciban el universo en la forma de una mujer desnuda. 
En términos de sexualidad, de alma y cuerpo, de erotismo, lo más interesante es la Genoveva de 17 años, en pleno despertar sexual, y en el curso breve del mes de abril de 1697, antes y durante la toma de los piratas. Ahí encontramos lo mejor, lo que nunca se desmaya ni pierde intensidad en toda la narración. Quisiera resaltar los episodios que van marcando el despertar erótico de Genoveva.

–       Visión desnuda del esclavo de la casa de sus padres, que se llamaba Bernabé, y aquí hay que recordar que Cartagena era el puerto esclavista más grande del imperio español. Es él, Bernabe, el primer hombre desnudo que ella ve.

«…un negro muy corpulento, hijo de viejos esclavos de los Goltar, que se bañaba completamente desnudo junto a un aljibe, lo cual, por su condición de esclavo, no podía ser motivo de escándalo, ya que con los negros el pudor no interesaba, se les paseaba desnudos por las plazas para herrarlos, así que María Rosa y yo pudimos examinar a nuestras anchas toda su anatomía, pues nadie se ruboriza al ver en pelo a un caballo y, aunque la Iglesia aceptara, de muy atrás, la presencia de negros de un alma insuflada de Dios, aquello no era dogma de fe y las buenas gentes preferían hacerse la de oídos sordos, de modo que saboreamos a nuestra guisa todas sus vergüenzas que él, por tradición africana, nada hizo por ocultar, y yo en la bañadera, aquella noche de tempestad […] evoqué aquella anatomía de gladiador y ese solo pensamiento me sumió de nuevo en la batalla…» (p. 97).
 
Es decir: en la masturbación. Algo que ella todavía juzga pecaminoso. Aun cuando no hubiera alusiones sexuales, la educación católica la hace temer de su propia desnudez cuando, por ejemplo, se baña en la playa de Zamba solamente con las mujeres. 

«Esas imprecisas sensaciones de la desnudez en grupo, que aunque fuese de solo mujeres a mí se me antojaba un tanto pecaminosa, un tanto desafiante, porque desafiantes parecían nuestros cuerpos contra el viento como esas damas desnudas de los mascarones de proa, mientras nos amenazaba el mar con su ventripotente mugido de órgano eclesiástico». (p. 98).
Puesto que estoy hablando de sexo, de cuerpo y alma, conviene también hacer una diferencia entre erotismo y pornografía. Erotismo es todo lo que se hace antes de llegar al acto sexual. Pornografía es aquello que ya realizan sobre el colchón dos cuerpos desnudos. La relación de Genoveva y Federico, temo decirlo, se queda en erotismo. En cierto momento, sin embargo, se alcanzan a desnudar. De hecho,  hay dos instantes en que la consumación de la pasión sexual queda inconclusa. Era parte de la maestría de Germán Espinosa advertir cómo todo amor, cómo todo verdadero amor, siempre queda inconcluso por lo mismo que es insaciable. Después del encuentro en la playa nocturna y en medio de la confusión en que se sumió la ciudad ante la inminente toma de los piratas, Genoveva y Federico aprovechan que sus padres no están en casa para encerrarse en la habitación. Habla Genoveva: 
«…no tuve fuerzas para evitar que abriera mi blusa y empezara a besar y a succionar con dulzura mis pezones, con tanta dulzura que, de repente, pasé de la mórbida voluptuosidad a un intenso relámpago de placer que me anuló la mente, algo súbitamente monumental, glorioso, que me hizo desear que me rasgara todas mis vestiduras y me poseyera de una vez, sin más preliminares, sí, sí, que taponara esa cisura, que se zambullera en mí como en una gua convulsa, y apartando la basquiña y el almidonado miriñaque, bajé las enaguas para exponer frente a sus ojos el vellotado de mi sexo, y alcancé a ver brillar, fuera de sus bragas, la antorcha victoriosa de su falo, insinuado como una brasa espléndida en lo alto de una torre albarrana, entonces la puerta, que él había entornado, se abrió violentamente… (p. 191)

El otro episodio es aun más intenso, pues se da en medio de la guerra y de la peste que ya ha cobrado la vida de sus padres y de muchos habitantes de la ciudad. Ya no queda más sino unirse. Pero Federico está sumido en la locura, en la esperanza de que los piratas lo llevarán a Francia para que él, entre los científicos, revele sus observaciones astronómicas. Genoveva quiere hacerle caer en la cuenta que no hay esperanza. Esos piratas no son sino unos carniceros.  Por momentos hasta se olvida de él y se precipita en el amor lésbico con una de las criadas de la casa. Se bañan juntas, desnudas, y ella lo hace como una manera de despecho. Pero cuando nota un acercamiento de Federico, no duda en recobrar la pasión perdida:
«…le grité que sí, que yo seguiría perteneciéndole hasta el final de los tiempos, soy tuya hasta la raíz del alma, ¿no lo entiendes?, tuya y solamente tuya, tómame ahora, ya nada ni nadie podría vedártelo, tómame y poséeme de una vez y para siempre y reanudemos nuestra alianza de otros días, hazlo ya, vamos, te amo, mi alocado muchachito, y él me estrechó al tiempo que rompía en un único y desgajado sollozo, en un diserto sollozo que compendió todo su fracaso y su desmoronamiento interior, también toda la soberbia inútil y un tanto corrompida que parece anidar en los hombres con talento superior, esa epilepsia satánica, desproporcionada, que creí ver en Voltaire la vez que algún articulista de pacotilla osó llamarlo escritorzuelo, y un sollozo que resumía por igual la victoria de la naturaleza primitiva sobre el ambicioso intelecto, porque con él triunfé sobre su chifladura, conseguí que Federico me siguiera de vuelta por las escaleras, todavía rezongaba, de tiempo en tiempo, sólo Leclerq puede salvarme, sólo Leclerq, mas estoy segura que ahora se había confiado por completo a mí, a mi fuerza superior a la suya que le abría complicemente las comodidades de la derrota frente a una lucha que, en lo íntimo de sí, había temido siempre asumir por sí solo, así su desesperación resuelta en docilidad me permitió conducirlo hasta su propia alcoba, donde, con la ayuda de Bernabé, lo desvestí minuciosamente, despaché al esclavo y le pedí vigilar por si alguien nos espiaba, para consagrarme a besar poro por poro su transpirante anatomía, a ahogar en las delicias del amor su rebeldía que no fue nunca otra cosa que un sustituto de su frustración, a entregarle todo el placer que pudiera desear, a acariciar dulce, aquerenciadoramente su falo que se hinchó con saludable prontitud, entonces me atrajo hacia sus labios y comenzó a desvestirme con prisa, colaboré con torpes movimientos y, en cuestión de segundos, como en aquel Domingo de Pascua en que me empujó a pesar mío hacia mi alcoba de la plaza de los Jagüeyes, ansié que me poseyera de una vez, que taponara esa cisura, que se zambullera en mí como en una agua convulsa, y bajé las enaguas para exponer frente a sus ojos el vellotado de mi sexo, y vi brillar la brasa espléndida de su glande, que iba ya a penetrarme, cuando de pronto se  abrió, también como en aquel Domingo Pascual, la puerta de la habitación y una carcajada atronó como cosa del diablo… (p. 219) 
Hasta aquí el cuerpo y alma en La tejedora de coronas. Unas cuantas palabras más sobre el autor, Germán Espinosa. Menos conocido en el exterior que García Márquez, Álvaro Mutis y Fernando Vallejo, la obra de Espinosa no solo está a la altura de tales novelistas; también está en orillas opuestas porque es una gran síntesis de técnicas y géneros. A diferencia de varios de ellos, no contó con los mecanismos comerciales que aseguran el valor extrínseco de un libro. Germán Espinosa no triunfó en la guerra literaria ni en el escándalo editorial ni en la propaganda de librería. Prefirió resolver por la calidad literaria lo que otros quieren resolver mediante combinaciones maliciosas. 

Nota: Extractos de la conferencia leído en el marco del congreso «En Route: Journeys of the Body and the Soul in Iberian and Latin American Literatures». The University of Chicago, October, 12, 2012.

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