Mientras no haya otra palabra para llamar la simpatía por la igualdad de géneros me considero feminista. Sin ironías. Un feminista sui generis convencido de la igualdad de géneros por sensibilidad más que por cualquier dogmatismo. No me ha convencido ninguna feminista. Mi conversión ha sido laicamente y casi que por diversión mientras leía la trama de dos novelas muy actuales que han hecho las delicias de millones de lectores en todo el mundo porque reivindican lo mejor del género (hablo de la narrativa) al revelar los secretos de la cultura, y el secreto de esos secretos. Fue en las últimas vacaciones después de zamparme dos best-seller de más de quinientas páginas: «2666» de Roberto Bolaño y «Los hombres que no amaban a las mujeres» de Stieg Larson. Me revelaron cómo toda persona violenta tiene problemas con las mujeres, aun así perpetre su violencia contra los hombres -porque muchas veces actúa movido por los celos o «líos de faldas»-. Los fanáticos antisemitas, nazis, racistas, ultraderechistas y ultra-izquierdas no son locos asesinos en serie sino, simplemente, cabrones que siempre han odiado a las mujeres. También hay muchas mujeres que odian a su propio género, cómplices y alcahuetas de esos cabrones. No se escapan ciertos funcionarios solapados, padres de familia que en la tranquilidad del hogar cometen el incesto turbados por su hija adolescente de nacientes formas; una injusticia recurrente que la conciencia popular denuncia en el romance de «Delgadina», y que el Código Penal aun escamotea y poco castiga por considerar asunto «privado». Pero no. El feminismo -y la buena literatura- siempre ha puesto en evidencia que todo lo personal es político.
Más de 30 millones de ejemplares se han vendido de «Los hombres que no amaban a las mujeres», título mal traducido porque el original en sueco resulta aun más diciente: «Los hombres que odiaban a las mujeres». La coherencia narrativa de Stieg Larsson va develando, al investigar la desaparición de una muchacha de 16 años en una isla millonaria al norte de Suecia, lo cercano que están los más machistas del soborno, de la estafa, de la tortura y hasta del holocausto nazi. Lo mismo plantea Roberto Bolaño en «2666», cuyo enigmático título puede haber sido la cifra de chicas asesinadas en Ciudad Juárez durante la ola de feminicidios que azotó la frontera a comienzos de este milenio. Ambas novelistas murieron antes de publicar estas novelas. En ellas exploran la naturaleza del mal. Invitan al lector a chocar de frente con las realidades morales, esto es, con la mentira de la virginidad y con la verdad de que la mujer también siente ganas -a veces muchas más que el hombre- y puede tomar el sexo como un ligero pasatiempo sin que por eso sea puta o promiscua. Lisbeth Salender, la chica inteligentísima de la trilogía «Millennium», ha gozado en ocasiones de cinco parejas por año entre hombres y mujeres; no es tan voluptuosa porque sus pechos son pequeños y prácticamente no tiene caderas. «Pero aparte de eso», nos dice Stieg Larsson, «es una mujer normal, con exactamente el mismo deseo e instinto sexual que todas las demás». Lo mismo predican y practican las protagonistas de Bolaño en «2666»: Liz Norton, una académica inglesa, se acuesta con tres colegas y a ninguno engaña y con ninguno tampoco quiere ennoviarse o formalizarse del todo; es libre de hacerlo. La directora Elvira Campos goza de su soltería aún a sus cincuenta años y no está amargada ni «mal cogida» ni es lesbiana ni se siente infeliz por «carecer» de marido; al contrario, dice. Estas realidades morales a muchos aturde. La mujer de caracter, que no le ruega al hombre ni se muestra sumisa, desconcierta a los mezquinos. Son los misóginos. Los que se llenan de odio contra las mujeres y las torturan y asesinan como en Ciudad Juárez.
«Mujer libro» de Dali.
Hay que ponerse en guardia contra los neo-tradicionalistas que fomentan la ridiculización del feminismo. Cualquiera que sean sus excesos, toda nuestra simpatía por el feminismo porque pugna todavía por la salvación de la dignidad humana, cada vez más envilecida. Hay quienes las acusan de «feas» o ridículas, o de dogmáticas porque pretendan denunciar el machismo en el lenguaje cotidiano. Aun así se burlen de ellas tipos como el gran novelista Arturo Pérez-Reverte, ciertas feministas tienen razón al advertir el machismo en nuestra lengua cotidiana. (Hijo de puta, llamamos a quien nos ha hecho daño, como si la puta fuera la culpable -el chivo expiatorio- y no el hijo a secas, sea su madre puta o viuda de un único marido). La del feminismo es una lucha constante y del día a día que no incumbe solo a las mujeres sino también a los hombres con cierta sensibilidad. Implica desacralizar muchas «vacas sagradas» de la política y de la academia. Aceptar que ciertos intelectuales eruditos tienen a menudo la idea más vulgar de la mujer. Nietzsche aún decía que había que azotarlas y que eran el reposo del guerrero. Schopenhauer no pudo decir cosas más viles en «El amor, las mujeres y la muerte». Montaigne solía iniciar sus conversaciones interesantes cuando las mujeres se retiraban de la mesa. Ninguno de ellos sospechaba que inundarían los campus universitarios como estudiantes y profesoras en el siglo XXI, al lado y en ocasiones por encima de muchos hombres, como ya lo había estado Sor Juan Inés de la Cruz en Nueva España. Ni Marx ni Lenin ni Mao protagonizaron las grandes revoluciones del siglo XX; fueron las feministas -Simone de Beauvoir, una de ellas, Carol Hanish, otra de ellas- al insistir en que todo lo personal es político y que la mujeres debería denunciar toda suerte de abusos y dotar de músculos su cerebro -embellecerlo- a fin de despojarse de la auto-culpa para no considerarse tontas ni víctimas ni bitches. Dejar ese juego telenovelsco de víctima o victimaria. Que «2666» de Roberto Bolaño y el best-seller de Stieg Larsson sean obras vanguardistas se explica ante la saturación de propaganda neo-tradicionalista (neo-machista) con que tanto nos bombardean diarios de opinión conservadora, disfrazando esa actitud misógina de humorismo y hasta de «progresismo». El feminismo va acompañado de productividad: si el jefe hombre seduce a su colega mujer -o a su secretaria porque está «muy buena»- la empresa se anquilosa y quiebra. Puede ser excelente «profesor», pero si ese profesor es misógino está marginando y hablando para la mitad del curso. Ser feminista sigue siendo transgresor.
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