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El tío Carlos es un hombre recio, alto, acuerpado y con todo su cabello blanco. Encaneció muy joven por la vida dura del campo y por la peleadera, y no se quita las gafas de culo de botella para nada, ni para jugar tejo con Juanco y sus otros sobrinos.

Recostado sobre una improvisada banca hecha con un tablón que se apoya sobre un par de canastas de cerveza, el tío espera mientras pisan las canchas. Resopla, saca de debajo de su ruana una botella de aguila y se boga la media cerveza que le queda lentamente hasta el punto del eructo, pero no eructa. Mientras una lagrima jedionda se asoma detrás de las gafas y la cerveza le atraviesa el guargüero, el tío observa curioso un contrincante al otro lado de la cancha: Cabello corto y despeinado, caderas anchas, botas de caucho y un pantalón de sudadera al que un formidable par de patas fuerzan las costuras a un grado al que el más resistente de los cáñamos se hubiera rendido desganado.  «Con esa sudadera le hago un saco a un marrano» piensa para si el tío Carlos.

Aquel extraño ser también viste ruana y sombrero gardeliano, y tiene las mejillas rojas como los tizones que atizaba Melina en el fogón de piedra. De repente, de debajo de su ruana saca una cerveza y se la boga hasta el punto del eructo, pero no se lo aguanta y brama como puerco en matadero.

El tío con sus ojos llorosos deja la botella vacía en el suelo e incorporándose lentamente se refriega los ojos y pregunta de manera pausada: Oiga Juanco, ¿qué putas es eso?

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