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Irene se obsesionó con el lila desde que leyó la saga Dos amigas, de Elena Ferrante. Puedo deducir que ya le gustaba, porque me contó que el cuarto de su niñez tenía papel de colgadura de ese color. Sin embargo, fue por el personaje de Raffaella Cerullo, mejor conocida como Lila, que creó un mundo monocromático del que terminé salpicada.

Me citó un jueves de marzo en su casa. La iba a entrevistar por sus investigaciones en sociología política, pero no pude hacer ni una sola pregunta de las que había preparado. Entrar a su casa fue como poner un pie en el interior de un malvavisco. Todo era lila: el sofá, la alfombra, las sillas, las paredes, los cuadros. Una gran mancha unicolor, que aun así dejaba ver matices entre objetos. Me ofreció té de lavanda, dijo que no compraba de ningún otro sabor. El pocillo, por supuesto, combinaba con la bebida y con las bolitas de algodón de azúcar que puso en la mesa de centro. Ella estaba aparejada con su entorno: cabello, uñas y vestuario en honor al mismo tono.

Le pedí que excusara mi intromisión, le confesé que sentía mucha curiosidad por sus elecciones estéticas. Ella sonrió fascinada. Me dio la impresión de que le encantaba hablar del tema. Tomó un sorbo de té y cruzó la pierna. Vi sus tacones lila. Empezó por hace énfasis en la saga de Ferrante, aseguró que le había cambiado la vida, que le había permitido comprender su propio trayecto. Yo pude haber sido Lila, estuve cerca de ese infierno, dijo. Le pregunté a qué se refería y respondió que a la situación matrimonial del personaje. Sentí un escalofrío, no quise conocer los detalles.

Después habló de significados. Dijo que el lila era feminidad, elegancia, equilibrio, serenidad, madurez, empatía. Sobre todo, insistió en que nada era casualidad: morado y blanco, arrepentimiento y paz, todo lo que la representaba en su versión vigente. ¿De qué te arrepientes?, le pregunté. De quien fui junto a Carlos, me sentía como Lila cuando trabajó en la fábrica de embutidos: languideciendo. ¿Hoy sientes paz? Más de la que alguna vez pude imaginar, respondió. Yo empecé a tomar apuntes. Le pregunté si podía posponer el tema de la democracia, pues quería reencaminar el reportaje. Ella asintió con un brillo inédito en los ojos.

Llenó las tazas con más té de lavanda y sirvió unas donas con glaseado lila. Antes de comer, me pidió que me pusiera una bata del mismo color sobre mi ropa, ya que me iba a quedar más tiempo de lo previsto en su casa. La prenda, que era de seda, olía a azafrán. Continuó diciendo que su volumen favorito de la saga era La amiga estupenda, que la serie homónima le había parecido coherente y que Raffaella era para ella un espejo tanto como un oráculo. Luego la empecé a perder. Habló de un sueño con medusas tornasoladas, de una colección de unicornios y del plan de teñirse la piel. No te pregunto de qué color, le dije sonriente, justo antes de sentir una llamarada recorriéndome el cuerpo de abajo a arriba. Me toqué la frente con el dorso de la mano, pero no percibí fiebre, al contrario, estaba helada. Has sido muy amable, Irene, con esta información es suficiente, le dije mientras me ponía de pie y me quitaba la bata. Hasta pronto. Tomé el primer taxi que vi.

En mi casa me di una ducha porque me sentía trastornada, como un niño en Halloween después de comer demasiadas golosinas. Luego me recosté en la cama para ver si mermaba el malestar, pero en realidad volví a sentir el calor subiendo por la espalda. Fui a la cocina por agua con hielo y en el camino de regreso a la habitación me vi las uñas de los pies pintadas de color lila. Solté el vaso. Grité. Corrí por las notas de la entrevista y las tiré a la chimenea. Me volví a bañar. Nada. No pude dormir esa noche. Ni la siguiente, ni la siguiente. Es septiembre, sigo con insomnio y con el barniz intacto en los pies.

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