Solo hasta que padecemos el dolor intenso de un adiós entendemos que, por el simple hecho de que algo que nos gusta se acabe, no hay final feliz para algo que nos hizo feliz. Y es que mientras que el final de lo bello trae dolor, el final de lo que causa dolor trae una gran alegría. Como la gran felicidad que nos causa el fin de una pena o de un dolor intenso.
Pero, por más que lo intento, no logro imaginar un final feliz para una relación en donde hubo y aún queda amor. Un adiós sin dolor cuando se ama y se quiere seguir amando a esa persona por siempre.
Se me ocurre de pronto que, para mitigar en algo el sufrimiento, el final de una relación afectiva no puede ser de repente.
La llama del amor se debería ir apagando lentamente, y la pérdida de interés en el otro debería ser mutua y en la misma medida, para que nadie salga herido. Y una mañana cualquiera, tras una noche en la que el último residuo de amor que quedaba entre ellos se diluyó entre besos, abrazos y suspiros, cada uno despierte y, sin ningún asomo de nostalgia, le de al otro el adiós definitivo.
¿Considerarán que esa noche fue un final feliz?, ¿el final que soñaron?, si es que acaso cuando alguien ama puede llegar siquiera a imaginar un final. O cada uno en su soledad reconocerá que esos suspiros fueron apenas un eco lejano de los incontenibles gemidos que noches de antaño disparaban sus gargantas enamoradas, y esas ultimas gotas de amor que escurrieron por sus cuerpos desnudos, y que por ser las ultimas ya no sabían a nada, no alcanzaron ni para humedecer sus labios resecos de tanto pronunciar: «Intentémoslo de nuevo». Apenas el fruto de un ímpetu momentáneo, y no de algo que anhelaron con delirio. Solo porque no se les ocurrió otra forma mejor de consumir eso poco que quedaba.
Con todo y el desconsuelo que puede embargar el mirar hacia atrás, siempre será mejor que todo lo que nos inundó de alegría se extinga poco a poco, y que no se acabe de repente.
De lo contrario, habría que escoger muy bien, y preparar con suficiente antelación, uno de los eventos más especiales de la vida; el último juego del último día de la infancia. El ocaso súbito y feliz de una infancia feliz. Tan feliz, que duele aceptar que hay que crecer, que hay que dejar de ser niños.
¿Cuanta angustia sentirá una mujer al descubrir que, por alguna extraña razón, esa noche va a dejar de ser bella? ¿Qué haría? Tal vez, e instantes antes del ocaso, correría sin pausa por entre una multitud de gente. Con la nostalgia de saber que los ojos de esos hombres que pasan por su lado nunca más van a estar puestos sobre ella. Procuraría, eso sí, que la luz que emana su belleza penetre por cada pupila, la reconfortará en algo saber que por lo menos en la memoria de quienes la vean, y nunca más vuelvan a cruzarse por su camino, permanecerá bella por siempre. A algunos de ellos los besará y sentirá por ultima vez como sus labios se retuercen y se empapan con otros que arden de pasión ¿Correrá sonriente? O sus lágrimas bañarán por última vez ese rostro de una belleza agonizante.
Todo, hasta lo más bello, lo vence la costumbre y finalmente llega el hastío.
Quizá, pero… ¿Son suficientes diez años para hastiarse de una niñez de juegos y despreocupaciones?, ¿bastarán un par de noches para beber la ambrosía de un amor furtivo?, ¿veinte años para querer dejar atrás los años de juventud y anhelar con vehemencia las arrugas, los padecimientos, y todo lo que consigo trae la vejez? ¿Existe un final que, por alucinante, pueda arrancar del corazón el deseo de seguir viviendo?
Pensando en un adiós ideal, una vez escuché a alguien decir: «Aspiro a morir de viejo, postrado en mi cama, rodeado de quienes mas me quisieron y siempre estuvieron a mi lado, y lentamente, sin dolor, y sin una larga agonía, suspiro tras suspiro, que el último gran aliento que me quede de vida vaya saliendo y abandonando para siempre mi cuerpo».
¿Puede ser este un final realmente feliz? Quienes están a su alrededor, podrán decir que observaron complacidos como ese ultimo vestigio de lo que alguna vez fue una hermosa, y próspera vida se desvaneció en el aire, para perderse eternamente en el tiempo. Él mismo, si le alcanzaran las fuerzas, ¿no intentaría contener ese último aliento de vida que se le escapa?
Un final decoroso, es a lo único a lo que podemos aspirar, aunque, pensándolo bien, tal vez sea mucho pedir, dadas las innumerables y horribles formas que existen de morir, o la inmensa posibilidad de que se nos desgarre el alma cuando un amor se va.
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