¿Por qué?, Dios mío, es la pregunta que posterior a una masacre de este tipo (Newtown) siempre se hacen los estadounidenses. Eso, sin atreverse siquiera a considerar que la respuesta esté en una cultura que reconoce a sus asesinos en serie – reales, ficción-, como celebridades. Que ha encontrado en ellos la fuente de inspiración para libros, documentales, series de televisión y películas. Que los ha convertido en personajes de culto y cubierto con un manto de misticismo que hace, que ante los ojos de sus seguidores- porque los tienen- resulten misteriosamente encantadores. Charles Manson, Hannibal Lecter, Jack el destripador…
Y como complemento a esta sinrazón, una cultura obsesionada con la fama, que les inculca a sus jóvenes y adolescentes que lo más importante en esta vida es ser populares. Un afán de reconocimiento que deben satisfacer al precio que sea. Y ante el reto tan descomunal que significa, para mal o para bien, intentar sobresalir en un país de más de 300 millones de habitantes, ¿qué manera más sencilla y efectiva de hacerlo que armarse e ir a asesinar, de la forma más cobarde y despiadada, a la mayor cantidad posible de gente indefensa e inocente?
Una cultura que idiotiza a su gente con superhéroes y personajes de comics, de los cuales, hasta los más viejos, se declaran sus fieles seguidores. Hay que abarrotar las salas de cine, hacer filas, pagar lo que pidan, y no perderse el estreno de la vigésimo cuarta entrega de la saga del Hombre Araña, de Linterna Verde, de los Gemelos Fantásticos, porque o si no, mejor dicho, quién sabe qué les da. Que un paparote de esos tan grande salga a decir que él es el Guasón ( siempre es que 24 años son bastantes para andar viendo muñequitos y creyéndose personaje de tira cómica), y que el comentario, en lugar de ser considerado como la cosa más ridícula y tonta del mundo, genere misterio y añada otra gota de misticismo y propaganda al hecho, sólo refleja la estupidez y el nivel de enajenación.
¿Qué otra cultura, junto con la inglesa, lleva más de 40 años catapultando como los mayores referentes artísticos y culturales de sus propios jóvenes a músicos drogadictos, Janis Joplin, Amy Winehouse, Jimmy Hendrix; a famosos excéntricos y suicidas; y, como lo he venido exponiendo, a asesinos en serie?
Personajes a quienes, en no pocas oportunidades, justifica y excusa: «los mató porque se la tenían montada en el colegio», «porque se burlaban de él y no lo invitaban a las fiestas», «porque la niña que le gustaba no le paraba bolas», ahora esa niña sabe muy bien quién es él -¿ se fijan lo efectivo que puede llegar a ser un tiroteo?-. «Porque su mamá lo regañaba, por eso la degolló». El mensaje, aunque algo radical, es: matar a quien te la monte es una excelente opción, para que sepan de una buena vez con quién se están metiendo.
Sólo una cultura enferma presenta a un asesino, no como un vulgar criminal, sino como un tipo, o una tipa -porque es que ahora ellas también son asesinas, y en serie y tales -, sagaz, inteligente, astuto, y seductor. Su modus operandi, su misterioso estilo de vida, sus frases y razonamientos, su exquisito humor fino… Y es que asesino de película gringa que se respete va matando y va haciendo chistes. «Cuando el zorro escucha gritar a la liebre siempre llega corriendo, pero no para ayudarla…» ¡Ja! ¡Ja! ¡Genial!, «las cicatrices nos recuerdan que el pasado fue real». ¡Uff!, ¡sabio!, ¡alucinante!, apuntes dichos en el momento justo, raciocinios que despiertan admiración, comportamientos dignos de imitar. ¿Qué frases brillantes pronunciaría este último criminal -Adam Lanza- mientras disparaba? ¿Sus víctimas las encontrarían audaces, graciosas, sabias? ¿Alcanzarían, mientras agonizaban, a captar toda la esencia y lo profundo del mensaje? ¿Qué pensarían antes de morir, «tan bacanas las frases», «siquiera me mató alguien astuto», «para ser lo último que voy a escuchar en la vida no está nada mal»?
Un acto de contrición, un algo a revaluar le urge a una sociedad que encuentra esparcimiento intentando adivinar cómo es que va a hacerle el asesino para aniquilar a su próxima víctima. «¿La degollará?», «¿le sacará los sesos, las tripas?,» «¿hará empanadas rellenas con su materia gris?»… «¡uff!, la serie está buenísima, ya va por su séptima temporada». 50 Capítulos pasando al papayo a todo el que se le atraviese, ante unos televidentes extasiados que se deleitan viendo y recordando lo chévere que el asesino sorprendió a su víctima en la bañera y la apuñaleó en repetidas ocasiones con un cuchillo- «grande Hitchcock, grande» -, y alaban los efectos especiales sí, solo sí, estos contribuyen a recrear las muertes de la forma más horripilante.
Un modelo de prensa light, frívolo, que paralelo al cubrimiento normal del proceso y como si la cantidad de infantes asesinados en un jardín fuera una prueba incontrovertible de sagacidad e ingenio superior, es más, de valentía suprema, empieza a escalafonar a estos infelices: Top 10 de los peores asesinos en serie -peores es mejores, porque quedan de primeras -. «¿Quién era en realidad Jack el destripador?, descúbrelo y gana entradas para ir a ver… el encanto de Ted Bundy…» o cualquier otro fulano o fulana que haya matado gente a la lata. » ¿Cómo detectar a un asesino en serie?» » Los asesinos más apuestos y encantadores de la historia». «Top 10 de las peores masacres». «Asesinos en serie que inspiraron películas». «¿Sabías que la intención de Hinckley, cuando atentó contra Reagan, era impresionar a Jodie Foster?, no lo sabías, a propósito, ¿qué tanto sabes de asesinos en serie?, anímate a responder y gana una muñequito de Freddy Krueger, o una peluca de Chucky».
Una cultura del espectáculo que cubre las tragedias como si fueran shows. Audiencias en las que reporteros y camarógrafos se pelean por tener de primera mano una imagen del autor de la masacre y el otro, como si aún no las creyera que es el centro de atención, con su pelo teñido de rojo, se la pasa haciendo muecas durante el juicio…
y resulta que en una de las tantas fotos que le toman (foto 2) el imbécil queda con los ojos abiertos y sí, se le ve una mirada extraña, como de idiota, pero al mismo tiempo como paniqueado, como… efectivamente, de trastornado mental, y de ahí se agarran, empiezan a hacer fiestas con eso, «que mirada tan misteriosa la que tiene, qué esconden sus ojos».
Y el imbécil logra lo que siempre anhelo, lo que su adorada y venerada cultura, la gringa, le vendió como la razón de su existencia, como una necesidad básica, ser el centro de atención, ser un chico popular, no un luser. Después de la matanza ya no es un luser, mucho menos un loco asesino, no, él es un hombre complejo, objeto de estudios y de los más profundos y estrictos análisis científicos y sociológicos. De ahí en adelante para él ya todo es ganancia, ya está al nivel de un Hannibal Lecter, el fabuloso asesino en serie interpretado por el fenomenal Antony Hopskins, o del extraordinario Charles Manson, o el maravilloso e inigualable Jason Voorhees.
El asesino puede estar tranquilo, porque sabe y es consciente que sobre él se producirán series, películas (su personaje muy seguramente lo interprete el actor más cotizado del momento, quien a la fija se gana un Oscar), documentales, donde reputados psiquiatras psicólogos se rebanen los sesos ansiando descifrar su compleja, enigmática e interesante personalidad, intentando infructuosamente resolver el laberinto tan complejo que hay en su mente. Al final, y posterior a un sin fin de hipótesis, concluirán que era un tipo extremadamente sagaz, astuto, místico y absurdamente brillante. No pudo con tanta inteligencia y por eso tuvo que salir a echar bala. Y el público corroborará lo que se le ha venido diciendo, estos manes tienen un universo bien complejo en ese tuste, definitivamente no son ningunos pintados en la pared, ningunos pericos de los palotes.
Algo debe andar mal en una cultura que se ha encargado de idealizar las enfermedades mentales, de asociarlas a agudeza mental y genialidad. Genio que se respete carga con su trastorno, «luego yo tengo mi trastorno, luego yo soy genio. ¿Cómo que no tengo mi trastorno, no me mira como miro, lo que digo y lo «frito» que me veo en esa audiencia? ¿No mira toda esa cantidad de gente que me bajé?, ¿alguna duda?». No, no señor, ninguna, deje así.
La verdad, no encuentro en estas masacres algún hecho aislado, nada que no refleje la majadería de la cultura gringa. ¿Dónde está el acto inesperado? ¿Cuántas matanzas más necesitan los gringos para caer en cuenta de su estupidez?
Todo esto con un agravante; esta cultura estúpida y frívola de los Estados Unidos lleva más de 50 años siendo referente a nivel mundial. Y aquí la idolatramos.
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