Bajo circunstancias específicas, particularmente desencadenadas por el estrés, todos los seres humanos somos susceptibles de experimentar vivencias aparentemente oníricas que nos llenan de pánico y creemos, al recuperar la consciencia, que hemos sido víctimas de una pesadilla. Esta sensación, la de haber soñado algo terrorífico, es común en quienes han pasado por ese sufrimiento. Es comprensible que piensen de esa manera porque los elementos de tal experiencia son similares a los de un mal sueño. Sin embargo, al examinar los detalles, es factible comprobar que, a pesar del parecido, lo que ocurrió fue un fenómeno diferente.
Las características que identifican esta clase de episodios tienen como común denominador la sensación de estar levitando, mantener cierto grado de consciencia, ver el propio cuerpo en la cama y, en determinado momento, desear fervientemente despertar y no poder porque el cuerpo está paralizado. Es entonces cuando la angustia se apodera de la persona porque es incapaz de reaccionar. En su desesperación trata, por todos los medios, de regresar a la realidad. Al final, cuando puede hacerlo, se yergue en el lecho con los ojos desorbitados e inhalando una bocanada de aire porque se sentía asfixiada. Poco a poco recupera la calma y entonces piensa que tuvo un sueño terrible, una pesadilla.
Un elevado porcentaje de personas han vivido -o padecido-, al menos una vez, este suceso. Sin embargo, es preciso aclarar que, probablemente en todos los casos, realmente no fue un sueño sino una experiencia espiritual extrema. Me explico: cuando alguien está enfrentando un problema sin solución aparente, está cargando una culpa que no sabe cómo expiar, se le aproxima la fecha de vencimiento de una obligación y no tiene recursos para pagarla, está incurriendo en actos non sanctos y siente que lo van a descubrir, para citar solo algunos ejemplos, vive desesperado todo el día. Al llegar la noche y acostarse, la intranquilidad se va con él a la cama. Ha pasado el día merodeando cómo resolver la situación que lo agobia sin encontrar solución. Es presa de un estrés agudo y en esas condiciones no puede conciliar el sueño con normalidad. No es capaz de aplicar un consejo elemental que a fuerza de ser repetido en muchos lados ha terminado por ser un lugar común: «los problemas no se deben llevar a la cama». Entonces, bajo el acoso del cansancio y del torrente de pensamientos descontrolados, el espíritu sale literalmente expulsado del cuerpo.
No se trata de un sueño porque la salida del espíritu, en esas condiciones, es anormal. Se produjo involuntariamente pero con cierto nivel de consciencia. Esa es la razón por la cual el sujeto puede ver su cuerpo pero siente que no tiene control sobre él porque no obedece las órdenes que le imparte. La razón es obvia: el espíritu dirige el cuerpo mientras está dentro de él. En esta situación no puede hacerlo porque se encuentra fuera. Sin embargo, la parte agobiante -y terrorífica en algunos casos- sucede cuando, en ese plano, ve otros espíritus. Algunos son condenados y los ve como figuras espectrales y amenazantes. Ese es el peor momento de la experiencia porque el pavor provoca el deseo de despertar y eso no siempre es posible. Por eso la solución -la única-, para resolver este tipo de enfrentamientos, es invocar a Dios. A quienes son católicos les recomiendo que recen el Credo. Pero los que profesan otras religiones pueden hacerlo a su manera. Hay un solo Dios. Él nos protege de cualquier ataque de carácter espiritual del que cada uno de nosotros pueda ser víctima.
Para concluir debo reiterar que, aunque parecidas, las pesadillas y esta clase de experiencias son vivencias distintas. Como recomendación práctica para evitar caer en estas últimas sugiero que, cuando se acuesten, sea que estén preocupados por algún problema o no, le oren a Dios y pidan su guía y protección. Dejen en manos de Él la búsqueda de la solución si están atravesando por una situación que no saben cómo manejar. En sus sueños recibirán el mensaje que les aconsejará qué deben hacer para resolver la causa de sus inquietudes.
Nací en Barranquilla, Colombia, en 1949. Desde muy niña, a la edad de seis años, descubrí que poseía el don de interpretar los sueños. Al principio supuse que era una facultad natural que poseían todos los seres humanos. Sin embargo, con el transcurrir del tiempo observé que no era así. Entonces, al llegar a la adolescencia, decidí ocultarlo para evitarme problemas y malos entendidos con quienes suponían que lo mío era un arte adivinatorio. Después de haber educado a mis hijos, de verlos casados e independientes, y ya retirada de mis ocupaciones laborales, consideré que había llegado la hora de desempolvar el don y ponerlo al servicio de los demás.
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