La inquietud por conocer el futuro es tan antigua como la humanidad misma. En la era precristiana las civilizaciones más conocidas tenían como práctica común el ejercicio de la adivinación mediante distintos ritos. En Egipto, Babilonia y Asiria las decisiones de los reyes estaban precedidas de consultas a sus respectivos adivinos para garantizar que fueran acertadas. Posteriormente los griegos y romanos, pueblos politeístas y muy supersticiosos, atribuyeron una gran importancia al conocimiento de la voluntad de los dioses mediante la utilización de métodos naturales y artificiales. Las profetisas, los oráculos y los presagios inspirados por fenómenos de la naturaleza o de signos de seres animados o inanimados, constituyeron parte vital de todo ese entramado de prácticas y rituales.
El advenimiento de la tradición judeocristiana, el surgimiento de una religión monoteísta que proclamó la adoración al Dios único y verdadero cuyo poder demostró liberando a su pueblo del yugo de los egipcios, guiándolo por el desierto y derrotando a sus enemigos, pregonó, además, el repudio a los ídolos y a toda forma de adivinación y agorería. Ese mismo Dios habló por medio de los profetas para predecir el futuro de su pueblo y orientó por medio de sueños a cada ser humano sin distingos (Faraón no le rendía culto, Nabucodonosor tampoco).
Las prácticas adivinatorias, a pesar de ser catalogadas como diabólicas por la Iglesia Católica y las distintas vertientes en que se encuentra dividido el cristianismo, han perdurado hasta el día de hoy. En los diarios de todo el mundo pululan los avisos de hechiceros, brujos, magos, tarotistas, astrólogos etc., ofreciendo sus servicios para predecir el futuro. Yo respeto el fuero interno de cada persona y la libertad de todo ciudadano para escoger el sistema de creencias que quiera profesar. Sin embargo, en ese tema, no comulgo con quienes proclaman poseer la facultad, o la capacidad adquirida mediante el aprendizaje, de vislumbrar los acontecimientos venideros en la vida de una determinada persona. Mi experiencia como intérprete de sueños me ha enseñado que el futuro sólo lo conoce Dios. Ahora, cuando Él decide anunciarle a alguien, para advertirlo o aconsejarlo, lo que le espera, lo hace mediante uno de sus canales favoritos: los sueños.
Con frecuencia las personas que me consultan me dicen que quieren que les hable sobre su futuro. Yo les aclaro que no soy ni bruja ni adivina y les digo lo que ya expresé renglones arriba: sólo Dios conoce el futuro. Él es el único ser omnisciente. Quien pretenda abrogarse esa facultad se coloca dentro de los márgenes de la charlatanería. Como no discuto temas religiosos no caeré en polémicas relacionadas con el carácter satánico de tales ejercicios. Mi opinión está basada exclusivamente en las enseñanzas que me ha proporcionado mi don. Y en ese sentido no tengo dudas: Dios, a través de los sueños y sus mensajes nos habla del pasado (con el fin de que recordemos en qué nos equivocamos y no repitamos el error o para que no dejemos pasar una nueva oportunidad), del presente (mensajes relacionados con nuestro día a día para aplicarlos inmediatamente) y del futuro (por ejemplo, los sueños premonitorios que anuncian sucesos venideros, buenos y malos; el deja vu, es decir, sueños bloqueados que previenen hechos por acontecer); en conclusión, no es necesario acudir a la lectura de cartas, tabaco, café, horóscopos, caracoles, etc. Es más cuando los ángeles nos hablan lo hacen en sueños. Por lo tanto, para despejar la incógnita que nos inquieta relacionada con el porvenir solo tenemos que pedirle a Dios, antes de dormir, que nos envíe el mensaje que necesitamos para tomar una decisión acertada.
Nací en Barranquilla, Colombia, en 1949. Desde muy niña, a la edad de seis años, descubrí que poseía el don de interpretar los sueños. Al principio supuse que era una facultad natural que poseían todos los seres humanos. Sin embargo, con el transcurrir del tiempo observé que no era así. Entonces, al llegar a la adolescencia, decidí ocultarlo para evitarme problemas y malos entendidos con quienes suponían que lo mío era un arte adivinatorio. Después de haber educado a mis hijos, de verlos casados e independientes, y ya retirada de mis ocupaciones laborales, consideré que había llegado la hora de desempolvar el don y ponerlo al servicio de los demás.
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