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En esta época de escándalos mediáticos relacionados con hechos de corrupción uno se pregunta: ¿qué ideas pasan por las cabezas de aquellos que quieren amasar una fortuna sobornando a quienes pueden influir o decidir en la adjudicación de un contrato multimillonario con el Estado? Ahora, en la orilla contraria, ¿la condición de funcionario es un premio para servirse del Estado y no un honor ser un servidor? Es evidente que el propósito principal que anima a los partícipes del cohecho es la ambición de llevar una vida en medio del boato y el derroche de dinero. Con seguridad ninguno actúa motivado por fines altruistas. Quienes pertenecen a esa laya son personas sin escrúpulos y sin Dios. Solo les interesa incrementar el saldo de sus cuentas bancarias en paraísos fiscales o a nombre de testaferros y adquirir bienes para elevar su rango social. Poca diferencia hay entre el modo de proceder de estos sujetos y el de los narcotraficantes. De alguna manera se distinguen fácilmente porque tratan de compensar su falta de clase con el exceso de dinero. Viven rodeados de mujeres fáciles y de un séquito de aduladores que se conforman con recibir las migajas que caen de sus bolsillos. Algunos, quizás los menos, se amparan tras la fachada de empresarios. Pero por dentro todos son iguales. Ninguno piensa en lo que puede perder hasta que el desarrollo de los acontecimientos trae consigo situaciones que evidencian una verdad: el crimen no paga. Por eso varios han perdido la libertad y otros, por el momento, la tranquilidad. Todos, sin embargo, ven oscurecido su futuro y en riesgo su mal habido patrimonio. La ambición sin límites ciega los ojos de la razón y del espíritu. Finalmente puede desembocar en la pérdida de la vida y del alma.

El relato que hoy les traigo se titula “La guaca” y lo escribí con base en una de esas historias que contaban los abuelos.

LA GUACA

Si no fuera porque estos ojos que se ha de comer la tierra vieron todo lo que pasó, yo mismo no lo creería. Pero les juro que todo lo que voy a contarles es rigurosamente cierto de principio a fin.

Él llegó una tarde lluviosa de mediados de abril. Yo estaba sentado en un taburete de madera en la galería del rancho. Me entretenía viendo las nubes cargadas de agua que, tímidamente, cedían su paso a los últimos rayos de sol. La noche se acercaba y el ambiente estaba impregnado de un tufo mezcla de tierra mojada y estiércol de ganado.

Lo vi primero como un puntico negro que se movía en el fondo del camino en medio de los potreros. Después, poco a poco, fue acercándose hasta convertirse en la silueta de un hombre que caminaba sin prisa hacia el rancho. Cuando estuvo más cerca, mis ojos cansados y miopes lo reconocieron. Era mi nieto Rigoberto.

Su visita me extrañó. Desde la muerte de mi hijo Pablo, su padre, tres años atrás, no había tenido noticias suyas. Me levanté del taburete y como pude salí a su encuentro. Desde que la artritis me declaró la guerra debo caminar con cuidado y apoyado en un bastón.

Lo abracé con alegría y le pregunté a qué se debía su visita, precisamente un viernes santo. Además, por qué llegaba solo, sin su familia. Me dijo que nada más deseaba pasar el fin de semana con nosotros, sus abuelos, que la familia se había quedado en la ciudad, que era mejor así. No quería abrumar a su abuela cargando sobre ella la obligación de atenderlos a todos.

Esa noche, más tarde, me contó los verdaderos propósitos de su inesperada visita. Cuando tomábamos el café, después de la cena, me dijo:

-Abuelo, yo sé que en esta finca hay una guaca.

-Es cierto, le respondí, pero ese es un tema del que no quiero hablar.

-Pero yo puedo ayudarte a sacarla, insistió. Mi abuela me dijo que tu deseo es ayudar a los campesinos pobres cuando la saques.

-Así es, le dije.

-Entonces aprovechemos. Hoy es viernes santo y los espíritus dueños de las guacas encienden fogatas en los sitios donde están enterradas.

Finalmente, después de un largo cruce de palabras, me convenció. Mi nieto era muy persuasivo. Por eso tuvo mucho éxito como vendedor pero el dinero no le rendía porque le encantaban el licor y la juerga.

A las once de la noche salimos del rancho y nos sentamos, con una pala en la mano cada uno, en los escalones que dan acceso a la cubierta. Desde ahí, en medio de la oscuridad, podíamos estar atentos a la señal del espíritu. Donde se encendiera un fuego, ahí estaría la guaca.

Después de transcurrida una hora, aproximadamente, divisamos una lumbre que flameaba en lo alto de una colina. Estaba a una distancia de más o menos trescientos metros de nosotros. Nos levantamos enseguida. “Ahí está la señal”, exclamó mi nieto y salió disparado hacia allá. Yo intenté seguirlo pero la edad y la artritis solo me permitían renquear con lentitud.

Cuando llegué al sitio donde estaba encendido el fuego, encontré a Rigoberto cavando un hueco a su alrededor. Le pedí que se detuviera, le dije que era necesario rezar primero una oración de protección. Había que demostrar buenas intenciones para que el espíritu del muerto estuviera de acuerdo con el fin que se le pensaba dar a su tesoro. Él no me escuchaba. Parecía un poseso con los ojos desorbitados clavados en la tierra mientras la pala profundizaba el hueco. El sudor caía a chorros de su frente y la camisa, empapada, se le pegaba al torso.

Fue en ese momento cuando la vi. Detrás de Rigoberto, iluminada por la luz del fuego, una figura más oscura que las sombras de la noche, lo observaba con atención. Quise advertirlo para que se detuviera pero justo en ese instante la pala golpeó algo que parecía madera. Un grito de entusiasmo salió de la garganta de mi nieto. Vociferó tanto que su expresión de júbilo debió escucharse dos kilómetros a la redonda. Entonces se inclinó para abrir la caja enterrada pero, antes de que pudiera hacerlo, una voz grave y gangosa dijo pausadamente:

-Ese tesoro es mío. Ahora tu alma también me pertenece.

No puedo describir con exactitud lo que pasó después. Solo recuerdo que un torbellino se formó en el lugar donde estuvo cavando Rigoberto. Una espiral de tierra y fuego se fue elevando como el humo de una chimenea, mientras el hueco se llenaba de agua. Todo era confusión. Cerré los ojos. Estaba asustado. Después, al cabo de unos momentos, regresó la calma. Cuando abrí los ojos, solo había oscuridad. Mi nieto y el hueco habían desaparecido. Todo estaba como antes. Entonces decidí regresar al rancho y no contarle nada a mi mujer.

Ahora solo lo saben ustedes. El diablo se llevó a Rigoberto, mi nieto.    

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