Las plazas de mercado son la expresión más auténtica y viva del campo. Ubicadas en lugares patrimoniales, en descampados y hasta en carretillas ambulantes, constituyen la experiencia más cercana y cierta del alimento. El sentido común nos dice que el intercambio, trueque, o comercio está presente entre nosotros desde el primer instante de nuestro nacimiento como especie, y si el mercado es imprescindible para el sedentarismo y la civilización, también se encuentra presente entre los pueblos nómadas.
«Al amanecer se levantan los primeros toldos de lona y las varas que los sostienen. Hay carne, velas de sebo y longaniza», escribía un cronista inglés del mercado que ocupaba en el siglo XVIII la Plaza Mayor de Bogotá, hoy conocida como Bolívar. Estampas que también sorprendieron al viajero Stewart de Escocia, cuyos ojos quedaron deslumbrados porque allí «todas las familias de vegetales abundan y son excelentes». Y concluye que la cantidad y variedad de los productos hacían de la plaza una pintura».
El señor Holton (1857), relata en sus crónicas:
«Hoy viernes salgamos y miremos qué cosas traen los campesinos: a la izquierda están los puestos de artículos indígenas hechos en lana, algodón y de la fibra de pita… hacia el centro de la plaza se encuentran las ventas de azúcar y sal, a la derecha raíces comestibles y legumbres, gallinas en jaulas parecidas a las que usan nuestros pescadores de anguilas, huevos envueltos de dos en dos y pescados. Al lado, un niño desnudo, un pavo y un marrano amarrado de una pata a una estaca y más».
Le Moyne, originario de Francia, vivió en Colombia de 1828 a 1839 y nos da un punto de vista diferente al referirse al famoso mercado de la plaza mayor: «Todos los viernes se celebra en esta plaza el mercado principal y a él van por la mañana tanto las damas de la alta clase social como las pertenecientes a las demás, las primeras acompañadas de una criada o de un indio que lleva a la espalda un gran canasto donde se van poniendo las provisiones que se compran para toda la semana. Esos días y siempre a la misma hora se congregan en la escalinata de la catedral una multitud de curiosos o de hombres a la caza de caras bonitas; desde lo alto de esas gradas la vista domina todo ese enjambre de vendedores, compradores o desocupados, conjunto de gentes del campo y de la ciudad de toda clase y condición color y pelaje… entre los artículos de que está abundantemente provisto el mercado figuran, al lado de los productos tropicales provenientes de tierras calientes, casi todas las legumbres de Europa que suministra la Sabana de Bogotá». ( Le Moyne, pp 132)
… «Volvemos hacia el sur y nos encontramos con los vendedores de zarazas y de telas importadas. También hay una o dos tiendas o más bien cajones con techo (donde venden oro en polvo). En seguida hay rollos de estera de 5 pulgadas de ancho y los que la venden también la cosen sentados en el suelo. En la esquina sur están las ventas de carne y bajando al occidente pasamos entre las carnicerías y los graneros, hasta que al llegar al frente de la casa de los Portales encontramos puestos donde venden sogas y toda clase de artículos de madera, algodón y lana que ya habíamos visto al entrar a la plaza». ( pp 236)
Pero esa bonita pintura disgustaba tanto a las gentes de bien que clamaban por su traslado, pues cada viernes las chicherías de la calle Florián y el arrebato de tanta actividad perturbaban la calma que caracterizaba al refinado vecindario de la Plaza Mayor.
La belleza visual y la importancia de la plaza de mercado siempre ha creado en Colombia narrativas que pretenden alejarla de los centros urbanos por considerarlas «como uno de los espacios más fétidos e insanos de la ciudad».
En enero de 1864 se inauguró en el Huerto privado de las hermanas de la Concepción, la primera plaza cubierta de Colombia. A pesar de sus 10 mil metros de construcción, de la belleza y el colorido de sus galerías, empezó a ser un problema por la venta de carne y la insalubridad generada por la gran cantidad de residuos y el olor nauseabundo. A finales de siglo se eliminó la venta de carne y a mediados del siglo XX Camilo Pardo Umaña escribía en El Espectador: «En cuanto que la plaza central exista a cien metros del capitolio Nacional, la ciudad está perdida». Tristemente la demolieron en 1951 para dar paso al infierno de la carrera décima.
La planeación de dichos espacios ha naturalizado discursos de aislamiento de los productos culturales populares. En Medellín, la hermosa edificación del Pedrero, vital y céntrica plaza de mercado de la ciudad, construida en 1893 y quemada en 1968, da viva cuenta de esa tendencia de apartar del centro las plazas de mercados. La febril actividad del Pedrero se traslado a cinco plazas satélites: Castilla, Guayabal, Belén, Campo Valdés y la América. «La Municipalidad decidió remodelar todo el sector y construir las sedes de los gobiernos municipal y departamental, al igual que el edificio para el Palacio de Justicia. Por ello, era imperante realizar una evacuación de los comerciantes de las calles ocupadas para ubicarlos en otros sitios lejos de la plaza de Cisneros . Mientras tanto, afluían más y más comerciantes y venteros ambulantes a las calles aledañas a la plaza. El lugar se deterioraba paulatinamente», declaraba uno de los articulistas de El Colombiano.
Y como es habitual en Colombia, se trabajó el síntoma pero no la enfermedad, desposeyendo a la ciudad de importantes monumentos con el argumento de la degradación y la acción de quemar o demoler. Como en los tiempos de la plaza Mayor de Bogotá, cuando la municipalidad ordena el traslado a otros lugares alejados del centro pues «los tozudos mercaderes, luego de poco tiempo retornaban a su sitio para envilecerlo como siempre», los mercaderes de Guayaquil, desafiando todos los obstáculos y persecusiones, regresaban a un lugar desmantelado y roto.
Después de años de luchas libradas por los antiguos comerciantes se consiguió levantar en la Avenida del Ferrocarril, todavía centro de la ciudad y ahora un poco periferia, en un área de más 31 mil metros cuadrados la plaza José María Villa o Minorista, que aunque no cuenta con un bonito diseño, constituye el símbolo de tiempos menos afortunados para el encuentro. Pero cómo afirma Carlos Duplat, director de la famosa serie Amar y Vivir, cuyo escenario natural era la plaza de mercado “constato que esa identidad colectiva de las plazas de mercado sigue vigente en su esencia en un mundo tecnológico”.
Esa suerte ha tenido la Placita de Flórez, construida antes del Pedrero y que ha podido conservarse gracias a que fue una donación de su constructor Rafael Flórez a la ciudad. A pesar de su importancia La Placita de Flórez, rodeada de supermercados, lucha por conservar el trato cercano que la ha caracterizado, aunque podría ser un lugar mejor aprovechado por su original y confortable diseño y quizá lo más importante, por la fidelidad de los campesinos hacia una plaza que ofrece una excelente ubicación.
Son pocos los estudios del impacto de plazas de mercado en todo su conjunto, aunque seas lugares debilitados que se niegan a desaparecer.
Ejemplo de ello es el mercado de Lorica, Córdoba. La reforma del Mercado Público de Santa Cruz de Lorica parece un canto a la desdicha. La alegría de ver recuperado un espacio tan significativo para la región, rápidamente se transformó en estupor. La instalación de cubículos en la nave central convirtió “lo que comenzó como una buena iniciativa se convirtió en un mal negocio”. El mercado de Lorica permanece en mi recuerdo, hermoso, decadente, asomado al río. El edificio construido en 1928 de estilo republicano, hervía cada día con las cocineras ancestrales y los vendedores de especias, artesanías, frutas y verduras. El espectáculo entrañable y auténtico fue borrado de golpe con una reforma que no ha dejado más que incertidumbres, desesperanza e impotencia. Muertos de tedio y calor, los vendedores relatan su desazón al contemplar los puestos de la parte frontal que tapan la vista del río y en los que se oferta lácteos y panadería, productos que no eran habituales del mercado. Estos puestos permanecen cerrados.
Las plazas de mercado siguen siendo esos lugares alejados de todo refinamiento, pero llenas de fascinantes imágenes y productos. La más visitada y conocida en todo el país es la de Paloquemao. Aunque no se realizó el ambicioso diseño de los arquitectos Dicken Castro y Jacques Mosseri, que dibujaron un edificio muy operativo, con sus caminos abiertos que formaban una peineta, para crear una buena circulación de personas y mercancías, quedó algo de la idea original.
Su construcción en forma de peine, lo cual le permite separar espacios, y su cubierta que se asemeja a una marquesina, hacen que la visita sea un paseo a cielo abierto, donde los aromas, los colores y los productos se visualicen y disfruten de golpe. Nada más entrar a Paloquemao se recibe ese aire perfumado por los olores que desprenden, frutas, verduras. Para culminar la visión de esta despensa de productos agrícolas y artesanales traídos de todo el país, hay que sentarse en sus puestos de comida a degustar un ajiaco, o una carne oriada acompañada de arepas de choclo y un humeante chocolate santafereño. Con los años la nave central se ha ido ampliando confiriendo más luminosidad a los productos expuestos y en sus corredores se nota el orden impuesto por el férreo control que ejerce una administración que ha luchado con el distrito para conseguir que no sea devorado por la ferocidad de los centros comerciales que rodean la plaza y en los que prima la estandarización. Aún falta mucho por cambiar.
Todavía es habitual encontrar manjares servidos en sus tristes e incómodos comedores aunque se deben reconocer los esfuerzos de los últimos años para cambiarle la cara a las 19 plazas de mercado de la capital, sus encomiables reformas, denotan sin embargo la ausencia de arquitectos, diseñadores, urbanistas, artistas y pensadores.
Plazas como la de La Perseverancia, reconvertida para privilegiar los pequeños fogones en donde cocineros profesionales y cocineras de toda la vida ofician en un comedor colectivo. Muy vistoso el diseño, pero cuestionable que hayan levantado una pared entre los restaurantes y los cuatro o cinco puestos que aún quedan de campesinos. A veces piensas que es mejor que las plazas se queden como están. En una plaza como la de Las Cruces, declarada patrimonio cultural en 1983 y reformada en varias ocasiones, larga ha sido la lucha para recuperar las ventas y los clientes de antaño. La reforma de 2017 y el embellecimiento de todas las fachadas del barrio le han dado una segunda oportunidad
La Galería situada en el barrio Bolívar de Popayán ha resuelto una parte de su funcionamiento de forma ejemplar con sus mesas largas y sus comedores primorosamente decorados en los que las cocineras ancestrales manipulan con destreza e higiene sus tradicionales menús compuestos de carantantas, carnes servidas con encurtido patojo y alimentos increíbles de una gastronomía muy desconocida para el resto de los colombianos. No obstante la buena resolución de los comedores ha dejado por fuera la zona de puestos de venta de insumos.
Las premisas para las plazas colombianas son las mismas: actualización en el manejo de residuos, de los métodos de manipulación de alimentos, equilibrio entre la modernización y la tradición, reconstrucción de los sistemas de alcantarillado y la renovación de equipamiento.
Cuando se piensa en la modernización de la plaza es inevitable hablar de la transformación que se dio en España en las plazas de mercado, en las que los alimentos se exhiben con todos los controles de temperatura, higiene, empacado, y que ha convertido el acto de comprar en sus mercados en un verdadero deleite, aunque mercados como el de La Boquería en Barcelona se han convertido en una pesadilla para sus trabajadores por la riada de turistas que diariamente visitan sus puestos; entre selfies y preguntas hay días que no alcanzan a vender lo necesario para mantener el ritmo de ventas que les permitan continuar.
Cada vez que se habla de adaptación se sueña con una plaza donde los comedores sean más bonitos y modernos, pero cuidado con lo que se desea. Tenemos la suerte de contar con ejemplos para convertir el ejercicio de comprar no solo en una rutina, sino en una experiencia armónica y feliz.
Cada lugar de Colombia tiene su plaza de mercado, llena de recuerdos e imágenes construidas especialmente desde los años 70, tiempo en el que curiosamente se quemaron antiguas plazas de mercado en varias ciudades, para levantar muchas de las que hoy existen, con su arquitectura post-industrial, como marcaba un tiempo en el empezaba a establecerse en Colombia el concepto de industria.
La de La Alameda de Cali, o la de Silvia tienen ese techo que cobija y da luminosidad a sus productos, al igual que la del Potrerillo en Pasto.
El mercado del Potrerillo nació en los años 70 después de que la plaza fuera quemada. En esencia no se diferencia de las otras, pero la belleza, diversidad y puesta en escena de sus productos la hacen diferente. Es la única plaza en la que se exhiben las mercancías en las ancestrales y hermosas canastas de fibra vegetal. Les alabo el gusto, pues aunque el plástico sea muy práctico, la canasta da al conjunto ese sabor de campo perdido en casi toda geografía colombiana. Con un futuro incierto, desde que se hizo público el plan de reformas, han surgido problemas estructurales que obligan incluso a cambiarla de lugar, pero continúa ofreciendo entre contradicciones y esperas, una bonita idea de lo que es una plaza de mercado en Colombia.
Cuando vi por primera vez el mercado de Honda era de noche. A la mañana siguiente sentí una gran desolación cuando encontré varias alas de esa gran plaza cerradas. En sus porches las vendedoras de pescado le daban algo de alegría a un lugar que se ideó en 1917, se terminó de construir en 1937 y cuya apertura supuso todo un acontecimiento. Relata Hernán Camilo Yepes en el periódico Nuevo Día: “Paredes de cemento, techos de hierro y cemento y columnas de mampostería conforman este bello conglomerado que fue construido entre 1917 y 1935, fechas que saltan a la vista en los arcos que adornan cada una de sus cuatro entradas.
Esta edificación se levantó por cuenta del municipio sobre los terrenos y escombros de San Francisco, con su comedor en el que se comen los bocachicos preparados desde hace décadas por las matronas de Honda, se vive con calor y mucho desasosiego la misma historia de tantos lugares construidos para la ciudad y abandonados por sus autoridades.
En lo personal yo no cambio por nada la experiencia de la plaza por el de una gran superficie; siento que en la plaza hay mas humanidad, vida, experiencia, historia y calidez.
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Gracias por tu comentario. El objetivo y finalidad de éste acercamiento a las plazas de mercado es hacer un libro para ahondar en un tema que me apasiona desde hace más de treinta años.
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Los tiempos que vivimos han alejado al ciudadano de la plaza de mercado. La ilusión de perfección que ofrecen las grandes superficies han convertido el acto de comprar en un mero trámite de supervivencia, mientras que la Plaza es producto real y como afirma usted «historia y calidez»
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Que buen artículo. La felicidad está en lo cotidiano. La buena vida es simple. Estar en esas plazas de mercado nos hacen vivir la verdadera vida, sentimos que pertenecemos a la tierra y no que la tierra nos pertenece
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Que bueno que te haya emocionado. Espero que cuando mi libro salga a la luz puedas encontrarlo.
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Mi madre siempre me llevo al Pedrero en Guayaquil.Esas imágenes perduran y me obligan cada día a pensar en todo aquello susceptible de ser conservado o recuperado. Las plazas de mercado van retomando su lugar.
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Soy Cesar Simbaqueba, Director de Asoplazas en Colombia, entidad privada especializada en todo lo relacionado con plazas de mercado en nuestro país. Interesante articulo y si es posible me gustaría entrar en contacto para complementar algunos aspectos que permitan enriquecer las diferentes visiones por el bien de nuestras queridas plazas de mercado.
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Es interesante y necesario que personas como usted lean mi reportaje. Cuando vaya a Bogotá me pondré en contacto, pues la idea es convertir «Bocados de realidad» en un libro.
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Muy cierto señor, es lo mas autentico y hermoso que puede tener una ciudad, sin embargo da lastima el abandono de la plaza de mercado en Girardot, pero da triztesa en el abandono en q
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No solo de Girardot. Espero que la sociedad civil recupere el gusto por las plazas de mercado y que las autoridades competentes regulen y ayuden a construir un relato que acerque la realidad de estos hermosos lugares. La historia alimentaria lo agradece.
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Maravillosa publicación. Gracias por tanto.
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Si gracias a Icono Editorial que nos regala tanto. Yo solo soy un altavoz de tanta entrega y nobleza.
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Gracias¡ Me alegra el aprecio.
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