En la «Placita de Flórez», imaginando el futuro
Fotos: Victoria Puerta. Placita de Florez, el lugar del centro.
Levantada en el año de 1891, en lo que era entonces la periferia del centro, se hizo grande al ser la primera plaza de mercado cubierta de Colombia gracias a la donación de los terrenos por parte del empresario Rafael Flórez, y a pesar de los diversos usos que se le dio al convertirla en cuartel de policía, circo de toros, convento, no fue hasta el año de 1955 que retomó su puesto como plaza de mercado, bajo la organización y tutela de Empresas varias de Medellín.
En el año 2000 fue declarada Patrimonio histórico y Cultural de Medellín, lo que ha impulsado su conservación y uso exclusivo para la venta de alimentos, abarrotes y artesanías. Aunque sigue siendo vital la cobertura que da a más de de 42 barrios, el regateo, los sabores de sus restaurantes, los referentes históricos, han mudado a una forma, todavía personalizada, pero lejos de aquellos tiempos en los que los campesinos de Santa Elena, Rionegro o Guarne daban nombre a un lugar conocido entonces como la Plaza de Oriente. Años más tarde tomaría el apellido de su benefactor y se convertiría en el lugar hoy conocido como «La Placita de Flórez», y donde funciona el trato amable y cercano, la exhibición artesanal de todos los alimentos que conforman la canasta familiar.
La perspectiva cambia en cuanto se accede por la calle Colombia, donde sus paredes están colonizadas por canastos, ollas de barros y coloridos maceteros, o cuando se ingresa por el parqueadero, y su entrada llena de flores que hace pensar que el nombre se debe a la gran actividad de floristerias, sensación que cambia en los pasillos donde la carne y los embutidos son los reyes, y donde las arepas y lácteos con certificación de origen que Jesica trae a su puesto «Arepa Paisa», con nombres tan sugestivos como La a la Vaca a la boca, o esas «telas» y chorizos fabricados en fogones campesinos que llegan a su tienda con sabor a hogar y leña, devuelven al caminante la alegría de visitar un lugar asediado en sus alrededores por un intenso comercio de supermercados.
Una visión que se vuelve amable en los pasillos del sótano, inundados de olores de mangos y piñas, y verduras y alguna que otra joya extraviada, como melocotones criollos, que solo allí he visto o berenjenas en su punto, o el puesto del fondo donde las arepas de chocolo y los pasteles de maíz reinan, aunque ya no de la mano de sus antiguos dueños.
«La placita» funciona como una cooperativa, pero muchos de sus afilados se han jubilado o vendido sus puestos a gente que tiene un perfil más cosmopolita, para llamarlo de alguna manera, y lo que es su salvación es al mismo tiempo su condena, pues el carácter campesino poco a poco desaparece para dar lugar a pequeños comercios, bonitos, cuidados, pero alejados del criterio de plaza de mercado. Tiendas que bien podrían encontrarse en e centro comercial o en la esquina del barrio.
En el sótano se enuentra todos los puestos de frutas y verduras, en el primero los productos cárnicos, lácteos, granos y papas, muchas papas!. En el segundo piso, cubierto por una gran marquesina, las flores secas, hierbas medicinales, arreglo de electrodomésticos pequeños, velas, y un par de tiendas naturistas, amen de un restaurante que cualquier cocinero con alma, locura y buen hacer podría convertir en un lugar con esencia de plaza y buen yantar. Tres alturas que componen el fresco de una plaza que requiere una revisión profunda y seria en la utilización de sus espacios.
Sin ser arquitecta, pero conociendo de primera casi todas las plazas de mercado de Colombia, me atrevería a opinar que el sótano tendría que ser el lugar de almacenamiento y tratamiento de residuos. Las frutas y verduras deberían recuperar su espacio en la parte central de la nave del primer piso, flanquedas por las carnicerias, como se hizo en la Plaza de Girardota con un excelente resultado para la calidad del aire, de los productos frescos y de la «amabilidad» del espacio.
Diferentes versiones hablan de estudios que se adelantan desde 2021 desde diferentes disciplinas, pero su gerente, Juan Alberto Franco, sin hablar explícitamente de tales invesigaciones, promete una restauración acorde con los tiempos.
La ciudad espera respuestas para un lugar que debe y puede encerrar toda la magia, la cordura y el buen hacer de los cooperativistas que han hecho posible la vida de un una plaza de mercado que da cuenta como nadie de la esencia del campesino y el comerciante antioqueño.
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