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Hace unos días un colega publicó una imagen fabulosa: un pliego de papel procedente del archivo de Simancas al que se adjuntaban una gran cantidad de pequeñas muestras cuadradas. Esas muestras eran pastillas de gelatina de huesos de vaca, carnero y puerco. Ese pliego que se encuentra datado a finales del siglo XVIII me hizo pensar en los cubitos “Maggi” o “Knorr”. Esa imagen me llevó a reflexionar sobre las ideas que tenemos de la modernidad, cuyas influencias son a menudo más antiguas de las que a veces imaginamos.

Me lancé a investigar un poco. Los cubitos de gelatina se confeccionaron con huesos de varios animales y formaban parte de un experimento que adelantó en Segovia, España, el francés Joseph Louis Proust (1754-1826) en 1791. Este químico, hijo de un boticario, fue llamado a España por el rey Carlos III para enseñar química en Madrid. De allí pasó a Segovia a impartir clases de química y de metalurgia en el Real Colegio de Artillería. Y fue en esa ciudad en donde dejó registradas sus muestras, cuyo objetivo directo era encontrar formas económicas de alimentar a los soldados para evitar sobrecargar el real erario. Yo pienso que esos experimentos fueron parte de los que le valieron el reconocimiento del descubrimiento de la Ley de las proporciones definidas.

La Ley de Proust se convirtió en un principio fundamental de la química. Ella establecía que cualquier compuesto químico estaba formado por los mismos elementos combinados en una proporción fija y definida en masa, sin importar su origen o el método por el cual se obtuvo.

Proust descubrió que la gelatina, que en alta proporción se contiene adentro de los huesos, podía ser una materia de gran contenido alimenticio. El producto de la cocción y evaporación de huesos crudos le arrojó este resultado:

“Una pastilla seca, transparente, que se parece a la cola de Flandes, de un color más o menos subido, según la diferente clase de huesos de que ha resultado. Su sabor es dulce y más o menos salado a proporción de la cantidad de que naturalmente contienen todos los jugos animales”.

Esas pastillas, hechas de jaleas secas eran inalterables al aire (la prueba es que siguen bien conservadas en los archivos españoles) y podían ser llevadas “de uno a otro extremo del mundo sin que padezcan alteración”.

Aunque hoy no se reconozca este importante aporte a la creación del caldo industrial y se le atribuya al químico alemán Justus von Liebig, creo que Proust fue el primigenio inventor del cubito, después llamado Maggi y replicado por Knorr y Oxo.

Léase directamente de su creador: “Si se hace cocer esta jalea desleída en su peso de agua con garbanzos, coles, nabos o zanahorias y tocino resulta un caldo muy sano y muy agradable como lo tengo experimentado en mi casa”.

Un siglo de avances se necesitaron para que el cubito de carne tomara la forma que le dio Julius Maggi: deshidratación y concentración de alimentos, maquinaria de compresión, potenciación del sabor, creación de conservantes y estabilizantes, envase hermético y producción en masa. Pero a los experimentos del francés Proust, pionero de la química moderna, habría que darles también un crédito importante.

El experimento de Proust del que extraje las citas fue publicado en los Anales del Real Laboratorio de química de Segovia y se titulaba, “Indagaciones sobre los medios de mejorar la subsistencia del soldado”.  El documento con las pastillas se encuentra en los repositorios del Archivo General de Simancas, AGS//MPD,39,14.

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