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Hace algunos años, muchos años, era legítimamente yo.

Era pobre espiritualmente, tampoco tenía un centavo (ahora no es que tenga, ni me interese tener), no tenía una sola cirugía (ni clínica, ni estética), no tenía como adornar mis taras. Era cien por ciento yo. 

Me sobraba inseguridad y aprendí erróneamente a disfrazarla de control. Y no precisamente autocontrol. Era una adolescente en conflicto, más del que define la etapa por sí misma. 

Mi generosa vida me había regalado entonces cuatro seres maravillosos. Ellos me aceptaron y me amaron con mi verdad, sin nada en mano y con poco para dar espiritualmente. Ese gesto era auténtico amor.

Cada uno de ellos recibió lo peor de mi. Algunas veces lo mejor, siendo lo mejor algo muy mediocre. Con los años, los cuatro fueron desapareciendo. Con mi actitud despreciable me encargué de alejarlos de mi vida.

Era demasiado soberbia para aceptar mis responsabilidades, para asumir mis culpas. Y entre ser inmaduro y ser un mal ser humano no hay simbiosis, por tanto, no hay disculpa.

Las situaciones se componen de contexto y aunque el mío no era favorecedor, esa no es la base para justificarse. 

Después de unos años fui madre. A los tres meses de vida de mi hijo y de mi nueva vida junto a él, descubrí que algo no andaba bien. 

Empezaron las confirmaciones y con ellas miles de revelaciones. 

Revelar es un verbo que ‘lleva a la luz’. Y la condición clínica de mi hijo me llevo a ella. A la luz. A la verdadera acción de iluminación. De iluminarme. 

Empecé a hacer un trabajo personal en retrospectiva y simultáneo a mi misión como madre. La vida que conocía desapareció y las consecuencias de mi pasado empezaron aparecer. 

En medio de la aceptación y el aprendizaje sobre la condición de mi hijo tuve quebrantos de salud por cuenta de viejas decisiones. Decisiones motivadas por mi inseguridad. Me salvé físicamente, pero mi alma no se libró del juicio. Mis culpas empezaron a calar, a pesar más que de costumbre. 

Mientras más orgullosa me sentía de los logros y avances junto a mi hijo, por nuestro trabajo sin tregua, por evidenciar lo sublime del amor y su alcance; más avergonzada me sentía de mi antigua versión. 

Al conocer la magnitud del amor a través de la maternidad, aprendí a valorar esa cualidad humana como ninguna otra. Aprendí a respetar todo lo que proviniera directamente de ese gesto. Por estas razones, la inexistencia de esas cuatro personas en mi vida empezaba a dolerme. No tanto por la ausencia sino por la causa de esa ausencia. Causa que yo construí. 

Ahogando mi cabeza en pensamientos más profundos, y buscando construir estructuras sólidas que me permitieran como madre facilitar el proceso con mi hijo de una forma menos dolorosa, menos dramática y más práctica, llegué a la interpretación que no solo somos materia, no solo somos un cuerpo. Somos vida traducida en energía, y esa energía no desaparece. Por el contrario, permanece… se transforma a través del tiempo y su relatividad, a través del espacio y sus formas, y va más allá de estar vivo físicamente o de no estarlo. 

Esas cuatro personas ya no estaban en mi vida, pero la energía con la cual me llenaron en algún momento permanecía en mí. Les debía una disculpa así ellos sintieran que no había nada que perdonar. Y es que me seguían haciendo sonreír cuando recordaba algo relacionado con ellos. Pero estaba segura de que ninguno sonreía cuando recordaba algo relacionado conmigo. Necesitaba absolución. 

Recibí el perdón de unos, no de todos como hubiese querido. Y si me preguntan qué fue lo que hice que tanto me cuesta superar, respondo racionalmente diciendo: nada extraordinario acorde a la edad. Pero emocionalmente no logro contestar concretamente con algo que suene tan grave como lo siente mi alma.

A mi hijo le agradezco la luz, la de ahora, la que extrajo de mi oscuridad. Le agradezco mi realidad, mi vulnerabilidad. Le doy gracias por traer el dolor y el amor fuera de toda descripción, por convertirme en energía viva, por haber sembrado en mi alma bondades humanas que desconocía, por iluminarme, por sanarme, por legítimamente amarme. 

Para mi hijo, para Gabriela, para Laura, para Diza y para Lucas. 

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Soy Érika Llamosa Durán, estudié Artes y me tiré la tesis. Trabajé en periodismo, moda y publicidad. Ningún trabajo fue tan importante como ser mamá.

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