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beto final.jpg        Por: Alberto Diaz Baez

        T. @betodiazb


Quise
cambiar el mundo, soñaba con una sociedad justa donde se pudiese vivir como
hermanos, cohabitar a pesar de las diferencias. Sin embargo, cuando las
noticias registran hechos como los acaecidos recientemente, donde un joven
asesina a un padre de familia por el color de un equipo de fútbol o en el
momento que las marchas se convierten en hechos vandálicos que pierden todo el
valor democrático o cuando se usan a los niños como escudo para negocios de
dudosa reputación; este prospecto de escritor se  pregunta ¿qué clase de seres humanos estamos
formando? ¿A qué le estamos dando mayor valor?

Soy de
los que me quejo de los malos gobiernos y decir que el país está mal es una
acción inútil si primero no empezamos un estudio al interior de nosotros mismos
y nuestros cercanos. Es necesario empezar a desaprender la cultura violenta que
hemos heredado donde se le ha dado un valor superior a eliminar a quien piensa
distinto a mí. Nuestro espejo retrovisor nos muestra cómo hemos perdido
personajes valiosos como Jaime Garzón y muchos otros que han dado su vida
porque creen que este país puede cambiar para mejorar.

Se
pueden decretar muchas leyes, pero ¿quién puede evitar que una persona acabe
con la vida de otra? La transformación debe empezar por cada uno de nosotros, ser
tolerantes con las diversas maneras de ver la vida, sin embargo, cada minuto,
en cada momento nos recuerdan en nuestra cotidianidad que todo es una
competencia: en los realitys, por ejemplo, los participantes están generando
estrategias para poder eliminar al otro a como dé lugar. Y qué decir de esa
clase honorable y distinguida del país que por estos días se despacha desde sus
redes sociales ofendiéndose unos a otros.

Ya lo
diría Foucault, si no podemos gobernarnos a nosotros mismos ¿cómo pretendemos
gobernar a los demás? ¿Será por esta razón que Colombia no avanza y nos vemos
sumergido en carruseles de contratación, parapolítica, yidispolítica, chuzadas
a la oposición, falsos positivos, secuestros, narcotráfico, vandalismo, entre
otros? Lo peor de todo es que esa clase honorable de nuestra sociedad
colombiana, que debería ser el ejemplo a seguir, termina en algunos casos
vinculada en temas de los anteriormente mencionados. Luego terminan ventilándose
los unos a los otros cuales viejas chismosas.

Porque
las mayores fronteras que debemos superar son las de las ideas, las de la
tolerancia. Me voy poniendo viejo e impotente y me pregunto si seremos una
generación más qué verá cómo sus hermanos se siguen matando por insignificancias.
Estoy seguro que si estos jóvenes le inyectaran la misma pasión que le ponen a
sus equipos y evaluaran quiénes son las personas que conformarán las próximas
listas a Senado y Cámara, seguramente se darían cuenta que uno que otro de las
listas tiene un vocabulario fino para ofender, provocar y deshonrar al otro
como viles hienas.

Las
palabras son tan importantes para llegar a acuerdos con las partes que incluso
el proceso de paz en La Habana se ha visto en trance, al parecer, porque el uno
quiere demostrarle al otro quién tiene el poder, pero ¿cuál poder? Deberían dejar
sus egos, esos mismos que usan algunos dizque hinchas del fútbol. Quítense las camisas
de la ira y pónganse las de la paz porque la paz no es solo la que se firma en La
Habana, es con la que vivimos con el prójimo. Soy un desastre para el fútbol y
un homúnculo intelectual para José Obdulio, pues soy uno más de los colombianos
que me pongo la camiseta de la paz.

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