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Todo acto político y social que busque la transformación estructural de un pueblo, y por ende resulte trascendental, posiblemente ha estado signado por la violencia y ha sido justificado con un discurso. Pero así como la Revolución Francesa perdió su cauce con los Jacobinos y su sangriento accionar, la lucha de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), quedó completamente desvirtuada desde el momento en el que la encauzaron desde la ilegalidad.
Durante el siglo XX, Colombia estuvo pautada por la desigualdad social, la exclusión política y la disputa por la tenencia de la tierra; sin embargo, estos problemas no requerían de una revolución armada para solucionarse, prueba de ello es que aún dichos conflictos políticos, sociales y económicos se manifiestan. De igual modo, se constata el fracaso de la revolución en las contradicciones del discurso de las FARC desde la mesa de diálogos, donde el reconocimiento de las víctimas ha sido precario -por el contrario, son los miembros de la organización quienes se han victimizado-, y se ha hecho evidente un intento por dilatar la agenda del proceso para plantear una reforma del Estado colombiano, asunto para el cual no se encuentran facultados.
En principio, el ideal de: ¨justicia social para el pueblo¨, que profesaban las FARC, se encontraba sin validez institucional, pero sí contaban con un cierto margen de legitimidad social, amparado en su discurso de clases en contra del modelo económico capitalista, con el cual lograron conquistar parte del campesinado. Tal respaldo social se fue transformando en indignación y repudio por parte del pueblo colombiano, por los actos terroristas bajo los cuales comenzó a operar el grupo guerrillero, a lo cual se le suma el negocio del narcotráfico y las prácticas de secuestro extorsivo, que fueron utilizadas por sus cabecillas. De esta manera, se reprodujo al interior de sus filas y organización lo que querían cambiar del Estado colombiano: la acumulación capitalista, junto con la preservación del poder y la dominación de clase. Aún más, mientras ellos se dedicaron al reclutamiento de menores, sus hijos fueron criados y educados en el exterior bajo un estilo de vida que entra en abierta contradicción con los cambios que reclamaban para el país en su revolución <Los hijos del Secretariado>. (Ver artículo)
En suma, tenemos un conflicto de 6 décadas, precedido por violencia partidista, es decir, llevamos casi un siglo en guerra; contamos con una Constitución y una arquitectura orgánica, formulada e implementada en medio de la guerra, sabemos desenvolvernos en un contexto de conflicto. Entonces, ¿sabremos hacerlo en un escenario de postconflicto y reconciliación, sin cercenar nuestra institucionalidad, y cumpliendo nuestros compromisos internacionales?
A manera de respuesta, me anticipo a mencionar que sería un completo sinsentido entrar en unos diálogos de Paz sin contemplar la participación política por parte de las FARC, toda vez que dicha organización se encuentra en la insurgencia, en parte por la exclusión política. Pero, del mismo modo, sería un despropósito el desconocimiento del Estatuto de Roma y el Derecho Internacional Humanitario, cuyos articulados prohíben la participación en política de un perpetrador de crímenes de lesa humanidad. En ese orden de ideas, las FARC, como organización, sí podrían tener representación política, pero ni el secretariado ni sus cabecillas podrían entrar al ejercicio de la política. Situación fácil de ejemplificar con el clan de los García Romero, políticos de Sucre. Mientras Álvaro García Romero es el único ex congresista condenado por un delito de lesa humanidad -la masacre de Macayepo-, su hermana, sobrino y cuñada son sus herederos políticos y lo representan actualmente en el Senado, cada uno con una curul. Por tanto, así el Fiscal Montealegre suspenda las más de cien órdenes de captura en contra de Timochenko, este personaje, desde una interpretación jurídica, no se encuentra habilitado para el ejercicio político, o se estaría desconociendo a la Corte Penal Internacional, a la Corte Internacional de Justicia y de paso a las víctimas.
Habiendo hablado de los conflictos irresolutos de Colombia, expuesto el contexto y ejemplificado algunos hechos aislados, es preciso mencionar que el país se encuentra ante discusiones semánticas que fácilmente pueden anquilosar los acuerdos de Paz durante años. Mientras para las FARC, ellos son unas víctimas del Estado que durante su lucha solo tuvieron ¨prisioneros de guerra¨, para el pueblo colombiano, las FARC son los victimarios del conflicto, con un sinnúmero de secuestros y reclutamientos forzosos en su haber.
De este modo, el Gobierno debe tener claro que las FARC es un negociador desleal, que mientras se dialoga en La Habana, asesinan en el Cauca, pues se sentaron a negociar con 6 millones 800 mil víctimas y vamos terminar los diálogos con 7 millones de víctimas. Situación que se complica al entender que la línea de mando del grupo guerrillero se encuentra debilitada y fragmentada con el bloque Sur. Es por esto que un eventual acuerdo en La Habana sí garantiza un postconflicto, pero no la Paz. El postconflicto sería el momento para convenir lo acordado en aras de la Paz, teniendo en cuenta que en todo acuerdo existe disidencia, la cual se manifiesta en reductos de la organización sin desmovilizarse y ¨spoilers¨ o arruinadores del proceso desde la sociedad civil; razón para contemplar un escenario en el que se genere una transformación del conflicto, donde el antagonismo ideológico coexista en las instituciones y se manifieste democráticamente, brindando garantías a los desmovilizados para prevenir la repetición del exterminio de la Unión Patriótica (UP).