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Quiero compartirles uno de los relatos que hace parte de mi proyecto de libro sobre historias de taxi que espero se haga realidad en el 2016. Esta historia ha sido una de las que más me marcó, sobre todo porque se desarrolló en la época navideña y en su momento me hizo sentir el más miserable de los hombres. Espero que sea de su total agrado  y les deseo una feliz navidad a todos mis lectores. Gracias por tomarse el tiempo de aceptar en sus computadores a este humilde servidor.

Era un 24 de diciembre como a las 4 pm. Me encontraba en el sector donde estaban construyendo uno de los centros comerciales más grandes del país y un hombre de muy mal aspecto me hizo la parada. Yo dudé un poco pues desconfié bastante de él por su aspecto físico pero finalmente accedí a recogerlo. Cuando me dijo que su destino era uno de los barrios más peligrosos y marginados de la capital pensé que mis sospechas no eran infundadas y traté de sacar una excusa para no llevarlo, pues el tono de su voz era terrible. Él tal vez se dio cuenta de que yo no estaba muy cómodo y me dijo: “Señor, por favor lléveme, he parado 5 taxis y todos se han negado, usted se ve que es una buena persona; mire que hoy estoy feliz porque me pagaron muy bien mi trabajo”. Finalmente acepté y así se fue, contándome toda su historia, en un largo camino que teníamos que recorrer mientras atravesábamos la ciudad.

Me dijo que era maestro de obra y se desempeñaba como capataz en la construcción del nuevo centro comercial, y que ese día les habían pagado la prima. La Navidad pasada él no estaba trabajando y su afán de llegar a casa era porque esta vez no le llegaría a sus hijos con las manos vacías. Esta vez sí cenarían a medianoche. Esta vez le podría comprar un vestido nuevo a su esposa y él también tendría la posibilidad de estrenar siquiera una camisa.

Obviamente cuando me contó eso yo bajé la guardia, le pedí excusas y lo invité para que se fuera adelante conmigo. Este gesto que tuve le hizo cambiar los planes y me dijo que él no había hecho las compras de los juguetes para sus hijos. Me pidió que le aconsejara en dónde comprar bueno, pero también barato. Quiso que lo acompañara y me contrató por horas, pues en Noche Buena es muy difícil conseguir taxi.

Nos dirigimos al popular sector de San Victorino en donde compró ropa y juguetes para sus hijos. Le ayudé a escoger la pinta decembrina para sus niños de 5 y 12 años de acuerdo a su corto presupuesto. Los otros regalos que reposarían bajo el árbol de Navidad fueron debidamente empacados y camuflados para que al llegar a su casa no se pusiera en evidencia y así poder darles la sorpresa a sus pequeños. Pero las lecciones y sorpresas estaban lejos de terminar ahí.

Emprendimos de nuevo el camino a su casa. Aunque eran alrededor de las 7 de la noche me contó que todavía no había almorzado. Paramos y me invitó a almorzar en un sitio que a esa hora ya se encontraba lleno de borrachos que ya se estaban gastando su dinero en licor y robándole tiempo a sus familias. Entramos presurosos por entre la muchedumbre y al escoger mesa pedimos de común acuerdo una picada de carne de cerdo con ají y guacamole. Él intentó que lo acompañara con una cerveza a lo que me negué por estar manejando. Cuando intenté pagar la parte la cuenta que me correspondía se rehusó aduciendo que yo era su invitado especial con un tono de euforia desmedido, tal vez por las cervezas que consumió durante el almuerzo.

Salimos entonces hacía su residencia mientras la tarde caía y en ese momento a mí ya se me había olvidado que tenía que entrar a un sector peligroso de la ciudad para dejar al obrero que había recogido y que había resultado ser todo un personaje que no pasaría desapercibido. Tuvimos que pasar calles sin pavimento, casas lúgubres con hombres parados en las esquinas como avisando a sus cómplices quién podría ser víctima fácil para atracarlo. Por lo menos esa era la sensación que yo tenía mientras me grababa la ruta para no perderme cuando tuviera que salir del sector.

Cuando por fin llegamos, me bajé del carro para ayudarle con los paquetes y mientras él golpeaba la puerta para que le abrieran escuché los gritos de unos niños que corrían al encuentro de su padre. En la puerta nos recibió primero una niña de unos 12 años, de mejillas rojizas quemadas por el frío y luego un pequeño como de cinco, medio descalzo y con la ingenuidad propia de su edad. Detrás de ellos venía una señora demacrada a la que se le notaba que la vida no la había tratado muy bien. En su mano traía un destartalado pocillo de agua de panela que le ofreció a su cansado esposo.

Después de hacer mil maromas para poder entrar los paquetes sin que se dieran cuenta los niños me invitaron a seguir y accedí a regañadientes pues no quería dejar el carro solo en la calle. Yo también fui invitado a tomar bebida caliente acompañado de un pálido pan de tienda que recibí gustoso de las maltratadas manos de la jefa del hogar. Su pareja le contaba todo lo que habíamos vivido en esa tarde mientras la señora no se cansaba de agradecerme por haberlo acompañado a hacer esas diligencias en pleno 24 de diciembre. Ya al despedirme, porque en realidad se me estaba haciendo tarde para ir a cenar con mi propia familia, sacaron de un viejo armario una bolsa navideña con vino y galletas que me obsequiaron.

Creo que esa familia humilde me ha dado la lección más grande de mi vida. Me trataron como a uno más de sus conocidos, me pagaron mejor que cualquier cliente con mejor poder adquisitivo, me dieron propina y hasta me mandaron con regalo para mi casa.

Obviamente, durante la cena en mi hogar les conté la historia que hoy comparto con ustedes porque fue algo que me marcó. Definitivamente las apariencias engañan.

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