
En los últimos años, pocas palabras han suscitado tanto fervor en el discurso organizacional como el ya célebre propósito. Desde la influyente declaración del Business Roundtable en 2019 hasta las actuales estrategias de sostenibilidad, gobernanza y gestión reputacional, el propósito ha mutado de ser un enunciado aspiracional a una suerte de imperativo estructural. No obstante, en este auge conceptual, tan fervoroso como a menudo superficial, falta con frecuencia una pregunta crítica que bien podría reordenar el debate: ¿el propósito organizacional se define… o se revela?
La tesis que aquí propongo es sencilla: el propósito organizacional no es —o al menos no debería ser— una declaración aspiracional confeccionada al calor de una campaña publicitaria, equipo de consultores o bajo la asesoría de una agencia de comunicaciones. El propósito, en su sentido más auténtico, está ya presente —implícito, aunque a veces velado— en la identidad misma de la organización. Se manifiesta en su historia, en la forma en que se relaciona con su entorno, en su lenguaje cotidiano, en sus conflictos, en sus decisiones. No se inventa: se descubre.
Esta afirmación gana fuerza cuando se la enlaza con una noción fundamental: la identidad organizacional. Desde los trabajos pioneros de Albert y Whetten (1985), se entiende como aquello que es central, distintivo y perdurable en una organización. Mientras la identidad responde a la pregunta “¿quiénes somos?”, el propósito apunta a una aún más radical: “¿para qué existimos?”. Estas preguntas, lejos de ser paralelas, se entrelazan de forma indisoluble. En esa intersección puede residir la clave para comprender el propósito no como consigna efímera, sino como una propiedad estructural del sistema organizacional.
La identidad organizacional no es una esencia fija, ni un relato decorativo que se ajusta y moldea según la audiencia. Es un sistema complejo, compuesto por múltiples elementos que interactúan entre sí: estructuras, funciones, relaciones, prácticas y símbolos que, juntos, configuran una forma particular de operar en el mundo. Esta configuración no es aleatoria ni superficial. Es lo que permite a la organización mantenerse coherente en el tiempo, aún en medio del cambio, la crisis y la ahora tan discutida y permanente incertidumbre.
En este entramado, lo que la organización elige hacer —y también lo que decide no hacer— revela mucho más que una estrategia: expresa una lógica interna, una forma de pensar, de priorizar, de actuar. La identidad, entonces, no se reduce a una narrativa, aunque se exprese también en palabras. Es una arquitectura viviente, donde cada decisión, cada conflicto, cada rutina forma parte de un patrón que, con el tiempo, se vuelve reconocible. Desde esta mirada, el propósito no surge como una aspiración impuesta desde fuera, sino como la expresión emergente de ese sistema en funcionamiento. Es el resultado de una coherencia estructural que al hacerse consciente permite a la organización responder con autenticidad a la pregunta más difícil de todas: ¿para qué existimos?
Desde la filosofía de la acción se ha señalado que toda práctica sostenida implica una justificación, aunque no siempre verbalizada. Las organizaciones, al igual que los individuos, actúan dentro de una lógica que rara vez está explícita en sus documentos estratégicos, pero que puede leerse con claridad en sus decisiones sostenidas. Es ahí —en el recorrido más que en el relato— donde el propósito se hace visible.
Cuando una empresa responde con celeridad ante una crisis ambiental, pero guarda silencio frente a un conflicto laboral, no está simplemente priorizando tácticamente: está expresando, en acto, lo que considera relevante, legítimo, tolerable. Está revelando su propósito sin necesidad de nombrarlo. En otras palabras, el propósito no es lo que se dice que se quiere ser, sino lo que, en esencia, ya se ha venido siendo.
Este desplazamiento conceptual —del propósito como declaración hacia el propósito como revelación— no es menor. Obliga a repensar las prácticas contemporáneas de purpose-washing, donde la coherencia estructural es sacrificada en nombre de una narrativa pulida pero desconectada. El desafío, entonces, no está en encontrar la frase perfecta que capture un ideal deseado, sino en desenterrar —con honestidad y profundidad— la lógica que ya habita en el corazón organizacional.
Porque solo cuando una organización se atreve a mirar con lucidez su propia arquitectura identitaria —con sus luces, sombras, contradicciones y trayectorias— es posible que su propósito emerja con autenticidad. No como un acto creativo, sino como una verdad reconocida. No como una declaración de futuro, sino como un descubrimiento de lo que, en rigor, ya es.
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