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Hace unos años en un colegio de Medellín adoptaron al escritor Santiago Gamboa y la tarea consistía en leerlo con diferentes grupos y luego, en el marco de la Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín, hacerle un homenaje.

Cuando llegara el día de la invitación, y Gamboa entrara al patio rodeado de salones, encontraría la sorpresa: paredes empapeladas con su retrato y frases extraídas de sus libros. Luego sería invitado a sentarse a una mesa en la cancha cubierta donde presenciaría algunas intervenciones artísticas inspiradas en su obra. Pero antes de invitarlo, claro, había que acercarse a su obra.

Comenzó la tarea en el colegio y una profesora, sin leerla previamente, propuso la novela El síndrome de Ulises al grado once. La escogió porque con Ulises en el título creyó encontrar un tema de mitología griega. La sorpresa vino después cuando, en clase, y en una lectura en voz alta, pasaron por un fragmento con un alto contenido erótico. La profe suspendió la lectura. El pudor la consumía. En adelante se negó a seguir leyendo y pasó a continuar la clase con un tema sobre teoría lingüística.

Según la reseña de la editorial, la novela de Gamboa cuenta “la historia de un joven escritor que lava platos en las mazmorras de un restaurante oriental, evoca las voces de sus amigos y de sus numerosas mujeres en un vertiginoso testimonio de lenguas y pieles africanas, orientales, latinas y francesas.”

En adelante, los profes del colegio se dividieron en dos. Quienes consideraban a Gamboa un gran escritor y quienes un degenerado. Por un lado, los profes arriesgados y por el otro los cautelosos.

Como gestor de fomento de lectura me he encontrado muchas veces con esta división. Los profes acartonados versus los provocadores. Los profes que los muchachos olvidan cuando crecen y los inolvidables. Los profes que siguen las reglas y los que se conectan con sus alumnos. En el caso de Gamboa, los profesores audaces sabían que el único riesgo que corrían los alumnos consistía en terminar enganchados con la lectura.

Había que tomar una decisión entre suspender la adopción o continuar. Cuando los profes se reunieron la división estaba clara, pero: ¿y los muchachos qué pensaban?
La pregunta que se puso sobre la mesa en la reunión fue: ¿Y a los muchachos cómo les pareció la novela? Les encantó.

A pesar de la suspensión de la lectura en clase, los muchachos siguieron leyéndola por cuenta propia.
La evidencia fue contundente. Entonces vino el cambio en positivo. Los profes que no querían ni en pintura a Gamboa en el colegio recapacitaron y reanudaron la lectura. Fueron unos profes muy valientes. Redujeron su miedo inicial y se lanzaron a la aventura. Y fue un éxito. En el colegio leyeron, además, Una casa en Bogotá y Perder es cuestión de método.

Cuando invitaron a Gamboa al colegio, lo primero que vio al entrar al patio fue un muñeco de año viejo. Pero este muñeco era diferente: estaba empalado, una representación de la primera escena de la novela negra Perder es cuestión de método. Una escena escalofriante, que a los muchachos les encantaba. El homenaje en el colegio al escritor duró poco más de una hora y ni los muchachos ni los profes olvidarán la experiencia.

Ahora bien, hace un par de semanas fui adoptado también. En el colegio comenzaron a leer la #NovelaSabotaje y se repitió la historia. Al principio, las opiniones de los profesores se dividieron. Los primeros argumentaban que, si bien las palabras usadas son las que hablan los muchachos, este tipo de lenguaje traspasaba la raya y no debería ser considerado como literatura. Además, les parecía incorrecto que el protagonista, Julián Cartagena, solo pensara en comerse a la novia. Bueno, no solo en eso, los profes reconocieron que también le preocupa su vocación profesional y la angustia de ir al ejército.

La división entre los profes se repitió.
Con el pasar de los días, notaron que los muchachos no soltaban el libro y las tensiones se disiparon. Quedó en evidencia que la historia atrapaba, que no había riesgo, que los muchachos se identificaban con los personajes, las situaciones y el lenguaje. Al igual que la historia con Gamboa los profesores que inicialmente tenían miedo se transformaron en unos valientes y arriesgados amigos de la lectura.

Entonces me invitaron al colegio. Durante la mañana, un muchacho me dijo: “en clase teníamos que leer el Popolvulh, pero preferíamos leer Sabotaje”. Y una chica me contó que, en la casa, haciendo tareas, la mamá le pidió que practicara, en voz alta, la lectura de la novela propuesta en el colegio. Maliciosa, y sabiendo lo que se venía, ni corta ni perezosa, comenzó. La mamá saltó escandalizada. Sin embargo, luego le pidió que leyeran más. “Leímos dos páginas y mi mamá estaba muerta de la risa” me dijo la chica y contó además que habían terminado de leerla juntas.
De nuevo quedó ejemplificada la diferencia entre la literatura políticamente correcta para los colegios y la políticamente incorrecta. La correcta les encanta a los profesores, a los papás y, puede, puede, repito, que a los muchachos. La literatura políticamente incorrecta les encanta a los alumnos, pero no tanto a los profes ni a los papás. Aunque es posible que si los profes y papás toman el riesgo también terminen enganchados todos.

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