Outsiders es un laberinto con diferentes entradas y salidas. Galerías y pasillos disfrazados de novela negra.Y no tiene orden. Si Paternidad es su primer capítulo, adelante, lea que no se pierde. Outsiders es una red. En los link encontrará nodos de lectura.
I
Fin del paseo en la Isla Martinica. Fin de las comidas de moluscos, cangrejos y cocos. Fin de ese asqueroso olor a pescado y vuelta a mis cazuelas de frijoles. Por fin. Chocolate al desayuno y arepa con quesito.
Luego de un almuerzo con lentejas el ringtón.
General de la cuarta brigada, mandado por el secretario de seguridad, otro lambiscón del alcalde, otro lambiscón del presidente.
Yo despachaba una mazamorra con un pedacito de panela y no me dio tiempo de tragar cuando contesté.
―Mi general, claro que sí ―dije con la boca llena.
Una cita, una finca, la escolta de PM´s.
Así es: lentejas con mazamorra. Una delicia.
El alcalde de Medellín había priorizado en su gobierno el tema de la seguridad. Y eso se tradujo en la captura de mandos medios de La Oficina. A lo largo del mes, la policía detuvo dos integrantes de la dirección colegiada de la organización delictiva.
Pero nosotros no éramos ni la policía.
Ni el ejército.
Ni la Oficina.
―Mi general, claro que sí, vamos a trabajarle a eso.
Generales a las órdenes de civiles. Y yo sobándole la chaqueta al general. Qué maravilla.
Con LaPerra nos pusimos a tono. Entonces el teléfono sonaba con mayor frecuencia.
Seguimientos. Señalamientos. Torturas.
Un cuerpo encontrado en el rio. Esta vez con la cabeza en el agua.
Y de nuevo otra llamada.
―Apostemos a que no adivina a quién tengo por acá ―era CarlosCebolla, nuestro amigo en Envigado.
Llamar a LaPerra, el carro, pedal a fondo.
Sí, me llamó Carlos, creo que ya hemos hablado de él ¿no?
CarlosCebolla: el inefable, él mismo se definía con esa palabra. Y yo lo miraba con cara de ¿what? Ni puta idea qué significaba “inefable”.
Al hombre le gustaba la lectura, los libros, los aforismos, y en ocasiones se sacaba sus palabritas.
―Venga rápido ―me dijo Carlos― para que vea lo que le tengo.
Llegamos a una casa sencilla de madera, al borde de una pendiente, en una de las montañas de Envigado. Abajo los edificios de Sabaneta y más allá el barrio El poblado y el centro de Mede-hollín.
Mede-hollín: suciedad, porquería, humo. La contaminación ambiental que respirábamos. Los censores de la calidad del aire estaban en rojo.
Carlos Cebolla tenía varios círculos de seguridad que le permitían estar al tanto de todos los movimientos que ocurrían en un área de cuatro kilómetros a la redonda.
¿Y el amarrado? Carlos tenía amarrado a Trompa. Manos atrás de la silla, ojos vendados. Labios gruesos como dos gusanos. Su apodo completo: “Trompa de chucha”, enemigo de nuestro hombre: Guillermo Alberto Solórzano alias Tacha.
GuillermoTacha y Trompa se disputaban el control del colegiado de la Oficina. GuilleTacha era un pillo con alma de gerente. Por eso nos daba buena espina. Parecía razonar y tener las mismas palabras que nosotros.
Y si tenía las mismas palabras, tenía los mismos pensamientos.
¿Nosotros? El general de la brigada, el cartel mejicano y la oficina de la DEA. ¿Y yo? Ninguna de las anteriores.
El alcalde no se enteraba de muchas cosas. Y mejor. Ese puesto rotaba cada cuatro años. Es decir, una ficha prescindible.
Mi general, la DEA, la Ofi de Envighetto, los mercenarios: Todos parte del mismo negocio.
De manera que montamos operativos, desaparecimos a variada pinta. Favorecimos a Tacha. Pero nos faltaba el pez gordo: Trompa de chucha.
Y ahora nuestro Carlos, nuestra querida Cebolla lo tenía atrapado. El pez gordo en su red.
Trompa, amarrado en una silla. Golpes en la cara y uno recordando el cuello largo de una mujer. ¿Hacía cuánto no nos veíamos con Clara? Dios mío, esa mujer.
Taladrar los tobillos. Sangre salpicando. Trompa, jodido para toda la vida, jodido para volver a caminar.
Si volviera a salir a caminar.
Con Trompa bajo tierra, GuilleTacha se hizo al poder y el resto de combos de Medellín lo vieron como máximo jefe. Y por fin, de nuevo un poco de tranquilidad. Y más resultados para el ejército.
Mi general se enteró del operativo con Trompa, los mejicanos y la DEA. Y quedó restablecido “El orden criminal”. Y mejoraron los indicadores de gestión del alcalde y la política del presidente.
Y claro, pudimos sacar otra tajada para el Ministerio de Justicia.
La Oficina iba cambiando su operación. Reinventarse, era la palabra.
Ya no estábamos en la época de Pablo, ni de las caletas con montones de dólares. La falta de caja menor hizo el negocio diferente. Mucha gente cree que el tema de la Oficina es un negocio local. Pero la Oficina es parte de un negocio global.
Me gustaba ver al presidente ufanándose de sus resultados ante sus votantes.
Aunque hubo más capturas, los cabecillas eran sustituidos inmediatamente por otros. La estructura delictiva seguía funcionando más o menos igual, pero con más disparos y desapariciones porque los nuevos jefes tenían menos control sobre sus estructuras.
Todo esto en un hermoso círculo vicioso. Hermoso y fecundo. Y había que incentivarlo.
Apartamentos, casas, fincas, casas de empeño, casinos y hoteles. Campañas electorales.
El sentido empresarial. La innovación. Y yo cocinando lentejas en severa cocina con campana extractora.
LaPerra y yo con ganas de buscar a Clara. Buscarla para besarle los muslos y los pies. Porque LaPerra era amante de los pies de la flaca. Incluso le sacó fotos. Dedos largos, uñas pintaditas, empeine estirado, pies de flaca al fin y al cabo. Y LaPerra como un demente sexual mirando sus fotos de pies.
LaPerra pensaba que era dueño de su vida, como si creyera tener un libre albedrío, como si su destino anduviera a su lado cuando en realidad lo empujaba desde atrás, cuando en realidad lo torturaba. La brecha entre lo que pretendía y lo que en realidad lograba.
―Lo que pasa ―me decía CarlosCebolla―, es que vos ves a LaPerra como si fuera una florecita. Pero estás equivocado, hermano, estás equivocado. LaPerra, por el contrario, es muy perro.
Y me contó que él mismo le había puesto el apodo para intentar burlarse. “Ey, perro ―le decía muerto de envidia―, cómo vas, parcero.”
Y CarlosCebolla usaba sus lecturas y palabritas de diccionario:
―LaPerra sabe lo que significa la palabra “actuar”.
Actuar: Ejecutar una acción.
Actuar: Simularla.
Con LaPerra, según Carlos, había que tener cuidado. LaPerra no era el mariquita que yo creía. Yo tampoco le paraba muchas bolas a CarlosCebolla. Igual, JuliánLaPerraGómez me seguía llamando “mi teniente”, una cosa que me llenaba de orgullo porque yo seguía forzando sus pasos. Por eso odiaba cuando, de pronto, me llamaba “compañero”. Por favor.
Por las mañanas, sentado en la cama, a punto de ponerle las chanchlas, me quedaba pensando en lo que me había dicho Cebolla. Pensaba. Pensaba. Simular, actuar, fingir.
¿Será que LaPerra?
Y yo mismo me contestaba: naaaaah, no creo.
II
Al poco tiempo Alberto Villegas, alias Palmera, fue extraditado a los Estados Unidos. Pensamos que iba a ser la solución, pero desde el norte comenzó a soltar información para rebajar su pena. Y estallaron los escándalos. Políticos detenidos. Militares. Policías. Mafiosos.
No importaba. Igual tendríamos que seguir vendiendo nuestros servicios. Colombia exporta el setenta por ciento de producción mundial de cocaína a nivel mundial.
La Oficina, al volverse empresa multinacional del crimen, funciona como cualquier otra: desde que deje renta, existirá, aunque cambien la gerencia general y las sucursales. Lo dicho: la gente cree que la Ofi es grupo de barrio cuando es una transnacional.
Colombia tiene la materia prima, pero perdió caja menor, entre otras cosas, por devaluación de moneda. El flujo del billete lo tienen los mexicanos y los europeos.
Pero sin billete no se «caciquea»
Si al menos los pequeños capos se pusieran de acuerdo. Y juntaran la plata, el armamento y la merca. Pero ni eso. Ya no existen patrones únicos. Así que tenemos una recua de jefecitos peleándose tres pesos. Lo cual aumenta la oferta.
Y la regla a prueba de bobos: alta oferta, abajo el valor del producto.
Pero arriba, los grandes, los que están detrás del negocio siguen ganando y lavando a través de bancos, casas de cambio, casinos, construcción inmobiliaria y zonas francas. Y campañas políticas.
La Oficina no es una cosa de chichipatos de barrio.
Las mafias siempre tendrán una pie en la política, otro en las fuerza militares, un brazo en la rama judicial y otro brazo armado criminal.
Eso es lo que les ha garantizado tres décadas de existencia.
Y allí están Los Douglas, Los Barnys, Los Jonás, los combos.
Allí están los perfilables, entregables, remplazables. La lucha contra las drogas.
Pero el brazo armado se estaba quedando sin caja menor. Y teníamos que subir alcaldes, gobernadores, senadores. El presidente.
Una corte de Miami expidió una orden de captura por nuestro hombre Guillermo Alberto Solórzano, GuilleTacha, claro, por andar exportando polvo.
Entonces comenzó de nuevo la cacería.
La simulación de la cacería.
Había que actuar. Ejecutar una acción. Simularla.
III
En su vida jamás extendió un plástico para cubrir la totalidad de la sala. Jamás dejó un cadáver con las manos extendidas como un cristo sobre el plástico.
JuliánLaPerraGómez no había descuartizado a nadie.
Nunca empacó pedazos de carne en bolsas, ni vomitado en baños, ni abandonado bolsas negras cargadas de carne en diferentes partes de la ciudad. Nunca había hecho el trabajo de “limpiador”. Eso fue hace tiempo.
Entonces conocimos a Carlos y a su compinche: Marlon.
CarlosCebolla, nuestro amigo en Envigado. Esto fue mucho antes, claro, del taller intensivo con Trompa de Chucha.
Primero el secuestro, el pago del rescate. Podría ser de ese modo.
Y de otras maneras: el secuestro, la venganza, luego la desaparición.
Dos hombres amarrados en sillas con capuchas en sus cabezas, encerrados en una pieza de una casa vacía.
Se llamaban “casas de tortura y pique”.
Y pasaban los días encerrados, como en los tiempos de pandemia. El tiempo, el agotamiento, el calor. Domicilios de pizza para CarlosCebolla y su compinche Marlon. De vez en cuando les llevaba lentejas.
Llegado el día, CarlosCebolla disparaba contra la cabeza del primer sujeto amarrado. Disparaba con silenciador, claro. Era el turno de Marlon, “el limpiador”. Ya no eran dos hombres amarrados y encapuchados. Ahora un solo hombre amarrado intentaba cerrar los ojos para evitar ver cómo le cortaban un brazo a su amigo.
Para asegurar que viera el descuartizamiento Carlos le cortaban los párpados.
Y continuaba el interrogatorio.
Cantaba porque cantaba.
LaPerra mirando. Pálido.
Como digo, eso fue hace mucho, cuando entrenaba a LaPerra, cuando todavía le temblaban las manos al hombre mirando un descuartizamiento. Después dejó la bobada.
CarlosCebolla no se untaba. El segundo sicario, Marlon, de más bajo rango, guardaba buenos cuchillos, largos y una sierra eléctrica de las pequeñas.
Marlon “el limpiador” usaba prendas plásticas desechables, tapabocas industrial y gafas transparentes. Como si fuera un matarife de cerdos. Un matarife en planta industrial.
Y quedaba pringado hasta el cuello. Luego tenía que cargar las bolsas negras. Bolsas negras de carnicería. Marlon compraba un aerosol con aroma a lavanda para rociar las bolsas. Un detalle de fina coquetería. Y se llevaba el hígado para la finca. Y a los enemigos o deudores enviaba una foto de un tremendo perro comiéndose un plato de carne cocinada. Los pillos de Medellín gustan de imprimir su estilo. Para que hablen de ellos, para generar fama, para cobrar más rápido y más caro.
Esa tarde, en el entrenamiento a LaPerra, al segundo sujeto también lo despacharon pero no hubo necesidad de picarlo. Entonces recogieron el mugrerío y se limpió la escena. Para eso el plástico grande en la sala. Si lo viera llegar a Marlon, parecía de una empresa de desinfección. Traje impermeable, balde, trapero, cloro. Parecía en una batalla química.
Ese día, antes de almuerzo llevé un sancocho trifásico: res, pollo cerdo. La sopa no gustó. Dijeron: tiene muchos pedazos de carne.
Igual dejé la olla con la sopa en la cocina por si se antojaban. Abrí los cajones de abajo del lavaplatos para buscar unas cucharas. El mueble estaba atiborrado de bolsas negras y litros de productos químicos desinfectantes y aromáticos.
Esa noche cuando, nos despedimos, Marlon ofreció la mano a Julián. LaPerra, en un claro reflejo de profesionalismo, apagó la repugnancia y Marlon “el limpiador” no se dio cuenta del fastidio y el asco que le producían. O sí, vaya uno a saber.
***
Buenos Aires, Montevideo, Brasilia. En unas vacaciones nos fuimos los tres de paseo a Suramérica. A descansar. Eso le dijimos a Clara. Dos semanas por el cono sur. De paseo, de recorrido, de aventura.
Y a los seis meses. Atenas, Roma, Madrid. Europa. A descansar, claro, esta vez también fuimos a descansar. Y terminamos en Tánger.
Tánger, qué maldito lio. Y el pobre de Jall-Mari.
Luego de llegar de Tánger, estuvimos con CarlosCebolla. Y a los ocho días del intensivo, quedamos de ir a comer con Clara. La esperamos en una hamburguesería con afiches de Ellis Island, la Quinta Avenida, Elvis Presley, y la Biblioteca Pública de Nueva York. Toda esa caspa en Medellín, imagínese. Un amigo diría la colonia cultural.
No importa.
Lo mismo que Martinica, lo mismo que la colonia francesa, la colonia gringa.
Ese día hasta nos peinamos con gomina. Esperamos desde el balcón, tomando malteada, y viendo al frente un restaurante playero donde servían pescado frito y arroz con coco y unos sujetos en pantaloneta atendiendo las mesas. Y vallenatos. Lo peor: no dejaban escuchar los temas de Guns and Roses.
Divina, la vimos divina bajándose del taxi. El bluyín le forraba las piernas, y Julián dijo: “jueputa, está muy buena”.
Es así: LaPerra estaba muy enamorado.
Esta mujer lo dejaba en un estado permanente de ansiedad. Lo mismo que un descuartizamiento. Qué desastre.
Clara llegó con su frescura y espontaneidad y en dos frases ya lo tenía riendo. Ordenamos la comida. Aun así los dos no dejábamos la bobada y nos mirábamos cuando ella se descuidaba, y Julián me decía:
―Compañero, esta mujer me encanta.
“Compañero”, por favor.
Entonces yo recordaba lo que me había dicho CarlosCebolla. Usted cree que LaPerra es un mariconcito, pero estás equivocado.
Clara nos contó que había quedado en embarazo.
Carajo.
Niños. Bebés. Familia.
¿Y quién era el papá?
Los dos miramos. La responsabilidad. Las vacaciones. Los enemigos. Los putos enemigos.
―Tranquilos ―Nos dijo Clara―, aborté.
LaPerra se puso muy mal. Se levantó de la mesa y se largó. Entonces Clara también se largó, pero a chillar.
LaPerra estuvo perdido una semana. Hasta que tuve que llamarlo. Estaba flaco, acabado.
Teníamos un trabajo. Esta vez nosotros dos, solos, sin CarlosCebolla ni Marlon.
―Vaya usted ―me dijo.
¿Vaya usted? ¿Y este marica qué se creía?
Nunca había visto así a LaPerra. Era como si siempre hubiera soñado ser papá. Y aun así lo puse en orden. Pensaba que se mandaba solo. Qué risa. De nuevo el taladro y a darle duro a sus tobillos. Era mi estilo, como el de todo destino, como el de toda fatalidad: sabotear la voluntad de los hombres. Y quebrantar sus pasos.
Extendimos el plástico en la sala, trajimos a los dos tipos. Amarramos uno de ellos a un taburete y a una columna.
Acciones de manual. Casa de tortura y pique.
Necesitábamos su colaboración.
Un tiro.
Cuerpo al piso.
LaPerra quería ser papá. Qué desastre.
Un cristo extendido sobre un plástico. Qué desastre.
El olor ferroso de la sangre. Vísceras regadas. Con el muerto en bolsas, LaPerra escupía y escupía a un lado.
Tranquilos. Aborté.
Guantes de látex, menear en cuello. Aerosol. Ese maldito olor me recordaba las piezas de motel barato. Ese día tuvimos que picar también al otro sujeto.
Tranquilos. Aborté.
Intentando calmar el remordimiento, Julián le escribía todos los días a Clara por las mañanas en el chat del móvil: “ten un lindo día”. A Clara le gustaban esas cursilerías. Y ojalá diario, puntual, nueve de la mañana: “hola hermosa, todo va a estar bien”.
LaPerra simulaba ir tranquilo y algo distante. Clara tampoco lograba ver lo que le esperaba en el horizonte, tampoco lograba sentir el viento que pasaba por su espalda.
IV
Luego de ser capturado en Venezuela el palo de escoba con pelo de rastafari, Alberto Villegas, alias Palmera, uno de los máximos líderes de la Oficina de Envigado, fue extraditado y condenado a treinta y un años de prisión.
El pobre flaco metido en una cárcel luego de pasar fines de semana en Miami en hoteles carísimos con sus amigos. Cuando antojaban mojito, saltaba a sus lanchas rápidas, y tomaba el trago en La Habana, bailando son y fumando puros.
Treinta y un años por narcotráfico.
La sentencia fue dictada por un juez del Distrito Sur de Nueva York. Durante el juicio, la abogada de Palmera leyó una declaración del mismo Alberto Villegas en la que aseguró que su organización financió la llegada del presidente.
El presidente, otro narco.
Cuento viejo.
Pobre flaco, treinta y un años. Una condena que, a los narcos, mejora el negocio. Porque de esta manera, el negocio se vuelve peligroso. Y si hay riesgo, mejoran los precios.
Sin esta persecución cualquier pendejo con una chalupa podría llegar con drogas al norte. No se necesitarían lanchas de alta velocidad. Pero en vista del problema hay que tener dinero y potentes lanchas.
La prohibición es parte del producto. El juez y su condena aumentan su valor agregado.
Cuento viejo.
Sin la DEA y las políticas antidrogas el negocio se vendría al piso. Cuando los mexicanos se dieron cuenta de que su negocio no era cultivar sino controlar el paso por la frontera, un control logístico, cobraron el cruce de merca desde Centro América hasta el norte. Y engordaron su nómina con policías, jueces, agentes de aduana. Si alguien quiere pasar drogas, tiene que pagar la mordida a los carteles mexicanos. Y ese precio tiene que mantenerse.
Aumentarse.
¿Cómo?
Treinta y un años de prisión por narcotráfico.
Pobre flaco.
V
Entonces Clara volvió a quedar en embarazo. Decidí que era hora que creyeran mi partida y permitir que se establecieran como marido y mujer.
Fuimos al balcón de Las Palmas, al oriente, de cara a la ciudad. Miramos en silencio el valle cuando el sol descendía bajo el cañón dorado del Aburrá. Cerrábamos un capítulo. Y abríamos otro. Y las cosas, lentamente, se llenaban de sombra.
Supe que el bebé era una niña. La llamarían Eliza. Me sentí muy mal, yo quería estar cerca de la niña. Nuestro plan de mercenarios, con una niña en juego, era diferente.
Una vez que me abrí de su vida, Julián entró en crisis financiera. La paternidad le quitó profesionalismo. Tuvo que vender apartamentos. Creía llevar una vida en regla. Y vivir con los controles y eso le redujo sus ingresos. Si bien yo lo dejaba hacerse independiente, le echaba una mano para que se ganara algún dinero sin que se diera cuenta de que era yo quien estaba detrás.
Cuando Eliza tuvo seis años, Julián y Clara se divorciaron. Los siguientes tres años Clara vivió sola con la niña. Saber que Julián se había quedado sin Clara me importaba una zanahoría. Ella siempre había sido así, inestable, aventurera, vital.
Entonces de nuevo tuve que actuar. Fresadora, silla, amarre, gritos y tobillos taladrados. El resultado: una orden de detención, una noche lluviosa en Medellín, una niña llorando a su padre y un carcelazo en Picamadero. Fue lo peor que pude haber hecho. Bebo admitirlo, hacía mucho tiempo no la cagaba tan feo.
FIN
ESTA HISTORIA CONTINUARÁ…
Si desea saber como Damato y LaPerra conocieron a Clara lea LaPerraGómez
Si desea saber algo más de CarlosCebolla, lea Encoñe literario
Si desea leer otro capítulo de la novela lea Tú alucinas
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