En mitad de una cuadra de barrio, a las doce del día, me alcanzó un sujeto:
-¿Usted se llama Guillermo?
-No, hermano, yo no me llamo así.
-¡¿Nooo?! Uy, llave, casi lo matamos. Lo confundimos y lo íbamos a quebrar.
Palidecí. En Medellín, así son las cosas. Si te confunden, te meten dos tiros en el pecho, te dejan tirado en el pavimento y para los pillos la vaina sigue como si nada hubiera pasado.
En ese momento llegó otro sujeto. Eran compañeros. El otro nos alcanzó, me miró y se devolvió a la esquina de atrás. El sujeto siguió hablando:
-Si usted no gira para mirar los carros de la calle –dijo-, no lo reconocemos y lo pelamos.
Quedé paralizado. Estaba metido en un lío tremendo. Y lo peor es que no sabía cómo salir del apriete. El hombre siguió:
-Nosotros somos del combo del barrio. ¿Usted cómo se llama?
-Carlos –contesté.
-Venga, mano, le hago unas pregunticas.
Y me hizo dar unos pasos contra la pared. En ese momento supe cómo era el asunto: no iban a quebrarme, iban a robarme. Los alumnos de la cárcel me enseñaron la técnica. Tenía que encontrar la manera de escapar de la estafa en la que estaba a punto de caer
-¿Usted vive por acá?
El hombre me miraba sereno, pero muy seguro de lo que estaba haciendo.
-No, no vivo por acá –, le dije para ganar unos segundos y pensar cómo zafarme.
-¿Usted dónde vive?
En ese momento, reconocí mi oportunidad. Entonces le dije:
-¿Sabe qué, llave? –Y lo miré con extremada violencia-, yo también soy un ladrón. Y robo de la misma manera.
Y me largué a caminar.
-Ey, parcero, –me gritó desde atrás-. Venga le digo.
Yo seguí, despacio y resuelto, sin girar la cabeza.
-Ey, parcero -repitió.
Seguí caminando derecho hasta la estación del Metro. Tomé uno de los vagones, y en la próxima estación, muy alerta, cambié a otro. En la siguiente estación me bajé y esperé el siguiente tren. Y volví a cambiar de vagón. Cuando estuve completamente seguro de que no era seguido, caí abatido en una silla. El vagón estaba casi vacío. Me cogí la cabeza y sin poder controlarlo, rompí a llorar.
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