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Los domingos eran día de arepas en mi casa. Era los días en que una señora paisa, de Pereira, que había trabajado en casa de mi abuela y había conocido a mi papá de niño, iba a prepáralas. El maíz peto se dejaba remojando desde la noche anterior y ella amasaba en la mañana. Amasaba con mano firme para formar cada una de esas arepas que tenían un olor característico en la rejilla en la que se cocían en la estufa. Quedaban perfectas. Tostadas por fuera, blanditas por dentro.

Cuando uno se va, cuando emigra, no imagina lo que va a extrañar ese olor, ese sabor de domingo. Todos los latinos perseguimos esos sabores de la nostalgia. Solo quien ha emigrado entiende lo que es uno capaz de hacer por un pandeyuca o por una arepa. Los productos de nuestras nostalgias son los que uno persigue por tiendas Latinas, y supermercados especializados. No importa donde queden. Por eso lo que ha hecho Goya, al lograr identificar, producir y distribuir productos para todos los latinos en Estados Unidos es importante y sus sabores son muy parecidos a los nuestros. Pero justo en estos días nos han golpeado con la noticia de que el CEO de dicha empresa ha decidido no solo apoyar, sino bendecir a Trump y eso, es una traición a la gente a quienes dicen querer servir con sus productos. Que salga este personaje y su familia con fotos de estos productos, es una estrategia barata y desesperada de buscar votos. No podemos comprar y apoyar a quien nos da la espalda, a quien parece importarle más el dinero que la comunidad a la que dice servir. Eso me queda claro.

¿Y las arepas? ¿Cómo le voy a hacer sin arepas? Y los puertorriqueños sin su adobo, los hondureños sin sus popusas… Aquí en El Paso, TX, se consiguen esos productos en una tienda hindú. Nos pusieron a buscar alternativas en internet o donde sea…

Y entonces empecé a recordar anécdotas. Historias de esas que nos han pasado en este vida ya larga de inmigrantes por cuenta de la comida:

Uno compra añoranzas en cajas o en bolsas de esas que dicen todo para su sancocho o su ajiaco. Creo que a varios nos ha pasado alguna vez que aunque se siguen las instrucciones para hornear los pandebonos que vienen precocidos, el horno le devuelve a uno pegotes cauchosos que uno pretende comer con ilusión.

Uno empieza a extrañar incluso la comida que ni siquiera disfrutaba allá. Moriría ahora por un cuchuco, que nunca comía cuando vivía en Colombia. En México, por ejemplo, descubrí un señor que traía yuca y plátano para la embajada de Cuba los jueves. Así que tocaba ir ese día para encontrar esos preciados elementos. Pero claro, con mi poca experiencia culinaria, el patacón podía quedar como para romper los molares.

Cuando vivíamos en el país azteca solíamos traer de Colombia buñuelos empacados con cuidado por mi mamá en una caja de zapatos. Alguna vez el agente de migracion extrañado preguntó de qué se trataba. Y claro no me creyó lo de los buñuelos porque en ese país lo que llaman buñuelo es muy distinto, son planos y dulces. Luego le tuve que explicar que en mi país, en Navidad, era muy tradicional y seria, como para él, quedarse sin tortillas. Con eso lo convencí de la necesidad imperiosa de dejármelos pasar.

Mi mamá siempre me ha traído arepas camufladas en su maleta, hechas en su casa, ya no por la misma señora, claro, pero que igual saben a hogar y eso no tiene precio. Son las mejores. El cariño de madre ha logrado que deje la mitad de su ropa o sus zapatos con tal de cargar con el preciado tesoro para su hija y sus nietas.

En Chicago alguna vez quisimos llevar a unos doctores mexicanos a probar la comida colombiana y después de recorrer muchas calles oscuras en una noche de invierno, encontramos el lugar. Pero lamentablemente los platos típicos no los tenían en el momento y terminamos comiendo un churrasco mas argentino que colombiano, pero además malo y duro, sin la Colombiana o el jugo de lulo que anunciaban en el menú.

¡Uf! La Colombiana ha sido un tesoro que he tenido que esconder en ocasiones cuando nos visitan compatriotas porque son capaces de tomarse el litro de la gaseosa sin compasión, frente a nuestra mirada nostálgica y el recuerdo del recorrido eterno que habíamos hecho el día anterior para conseguirla.

Mis hijas, aunque no nacieron en Colombia, por supuesto han crecido en medio de su cultura y también por supuesto mueven cielo y tierra por una arepa. «Mami, ¿y si nos hacemos como que no oímos lo de Goya y Trump», dijo la mas anti-Trump e involucrada en la política de mis hijas?». Hasta de eso somos capaces por no perder el sabor de la nostalgia.

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