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No hay limones y en mi casa ese, es un producto esencial. Me aventuro entonces al supermercado, al que no voy hace días, armada con mi mascarilla para protegerme, perdón para proteger a los demás del virus que nos acecha. Entro con el objetivo claro, sin permitirme ninguna distracción. Hoy en día es un lujo peligroso. Demasiada gente. Parece que la orden hubiera sido vayan al supermercado, en lugar de no salgas de tu casa. No puedo respirar, tampoco veo bien, no entiendo como hacen los cirujanos, ¡que carajo! ¡Esto es muy incomodo! Agarro mi bolsa y como puedo cuento limones, me encamino apurada hacia la caja, como si me estuvieran siguiendo. Oigo que alguien me llama… No puede ser: otra enmascarada. Saludo con la mano, con prisa, no importa pasar por antipática. Por los pasillos se me acercan demasiado. Seis pies, seis pies me recuerdo. No puedo respirar. La señorita de la caja no tiene tapabocas. Tengo que teclear el numero de la clave de mi tarjeta. ¿Donde están mis pañitos desinfectantes? No puedo respirar. Salgo. Camino a prisa. Me subo a mi carro. Por fin a salvo. No puedo respirar. Me quito la mascarilla. Me río de mi misma. De la ridícula situación. Respiro.

En el camino a mi casa veo que aun hay demasiados carros. Aquí la gente aun no se lo toma en serio, parece. Pienso en las calles de Madrid y Roma vacías. En las de mi ciudad, la vías de esa Bogotá llena de vida, de gente que camina, de tráfico desbordante, hoy en día desoladas. Imagino como serán las mañanas silenciosas en el apartamento de mi mamá, cuando siempre lo despiertan a uno los pitos de los carros. Tuvo que venir una pandemia para detener el afán. Ese que al final no nos llevaba a nada, supongo.

Llego a mi casa. Estoy a salvo. Desinfecto todo. Me lavo las manos. Mis hijas me esperan para desayunar.  Nos encerramos en nuestra nueva rutina. Cada una en nuestro cuarto. Cada una con reuniones virtuales. Clases. Tareas. Yo intento trabajar. Durante horas miro y repaso las cuestiones sobre las que tengo que tomar decisiones. Recortar presupuestos. Cortar gente. Pedir prestamos. Viene mi hija que esta en su ultimo año de bachillerato a mi oficina para comentarme que se ha metido en la clase que no es por error, nos reímos. A todos les molesta tener que mostrar la cara en el video, dice, cosas de adolescentes. Vuelvo a mis asuntos. No me puedo concentrar. Leo noticias. Abro los chats. Me río con los memes. Veo un video con el coro de una universidad y su canto virtual. Sonrío.

¿Que vamos a almorzar? Otra vez a la cocina… Pero si acabamos de desayunar.

Me llama mi marido. Que este amigo suyo tiene el virus. Un doctor. Que es muy duro dice. Otra vez no puedo respirar. Pero esta vez no tengo la mascarilla. Se me acelera el corazón …

Leo un articulo sobre los avisos que han puesto las tiendas cerradas en Nueva York y uno dice algo así como “el trayecto que fue interrumpido, eventualmente comenzará de nuevo”. Me pregunto como será ese comienzo, ¿Aprenderemos algo? ¿será realmente un nuevo trayecto? No podrá ser el mismo. ¿Seremos realmente capaces de dejar atrás nuestros egoísmos?

Cae la tarde. Miro por la ventana. Ahora hay mucha gente que camina a su perro. Pasan familias. Pasan parejas de la mano. Gente con pañuelos en la boca. Me recuerdan a los guerrilleros de mi país. Aquí no hay aplausos para los doctores. No hay cantos de vecinos. Vivimos lejos los unos de los otros. ¿Será que eso ayudará para que nos contaminemos menos?

Llega mi marido. Estaciona en el garaje y tenemos que llevarle ropa para que se cambie. El sigue viendo pacientes porque las otras enfermedades no paran. Es su obligación. Su compromiso. Su uniforme de médico queda todos los días aislado para ser desinfectado. Nadie le dirige la palabra antes de que se bañe. ¿Que hay de comer? Otra vez a la cocina…

Llama mi mamá. «Revisa el WhatsApp», dice entusiasmada. Lo miro. Encuentro un video de mis hijas pequeñas bailando High School Musical. Le mandan cariñosos mensajes a la abuela. Sonrío con nostalgia. Se los muestro. “Vamos a hacerlo otra vez”, dicen, “bailemos. Llamemos por Facetime a la abuelita». Y entonces las niñas ahora grandulonas bailan y cantan emocionadas. Todos reímos. Incluimos a la tía. Nos sentimos bien de estar juntos. Esto también pasará, me digo. Respiro. Tomo aire. Miro el verde y las flores que brotan en medio de la primavera. Hay esperanza.

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